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martes, 8 de noviembre de 2016

MEMORIAS DE UN SEXAGENARIO ADOLESCENTE

Fiestas Patronales

"..Con el mes de agosto se iniciaban en la villa los preparativos de las fiestas patronales y entre ellos la construcción de la plaza de toros portátil. Este era un acontecimiento que permitía un largo respiro a los peces y un poco de serenidad a los zarandeados tojos con vocación de piscina. Porque, aunque parezca despropósito, en esta obra participaba la casi totalidad de la chiquillería local que abandonaba sin remilgos cualquier otro quehacer lúdico con tal de meter las narices en el proceso. El señor Protasio, con la principal ayuda de sus hijos, era el encargado de levantar aquellos recintos taurinos. Una vez anclados los pilares de madera que delimitaban el ruedo y colocadas sobre ellos las vigas que sustentarían el entarimado, se iniciaba nuestra más que entusiasta colaboración. Grandes bolsas de cartón repletas de clavos y numerosos martillos de oreja se repartían sobre las superficies ya entarimadas y, una a una, claveteábamos cada tabla sobre las vigas. Luego eran colocados los asientos en ringleras paralelas de gruesos tablones hasta cerrar el anillo y, finalmente, se completaba el cerco exterior para evitar caídas a la calle y, además, abordajes de espectadores remisos a pasar por taquilla. En fin, todo un entramado de maderas que, en años sucesivos, convirtieron las distintas plazas de la villa en flamantes y efímeros cosos taurinos. 

Finalizada nuestra tarea, no era difícil descubrir entre nuestros dedos más de uno ennegrecido mostrando la evidencia indiscutible de algún martillazo poco certero con el clavo. Pero lejos de sentirse humillado por semejante moratón, cada cual lo exhibía como un mérito de su generosa colaboración a la mayor gloria de las fiestas y, con ellas, de los eventos taurinos. Con el coso concluido, llegaban las vaquillas y los novillos-toros, «de la acreditada ganadería de D. Ignacio Encinas de “El Espinar”», y se encerraban en los toriles a la espera de los cruentos espectáculos en la plaza. Ya sabemos cómo llegaban los morlacos hasta allí y los riesgos que más de un intrépido decidió correr, no ya con los peligrosos bovinos, sino con las airadas zapatillas de sus progenitoras. 

La hoguera de San Lorenzo

Pero antes de las fiestas había una celebración a la que se entregaban con entusiasmo los vecinos vinculados a la parroquia de San Lorenzo. 

El día diez de agosto, y a lo largo de toda la jornada, procedían al acopio de leños, tablas, maderas de desecho y otras materias fácilmente combustibles para quemarlas por la noche en una gran hoguera frente al templo. En el momento álgido de la fogata, las llamas ascendían hasta casi rebasar el tejado de la nave de la iglesia y era muy raro ―por no decir inviable― que en este momento ningún valiente se atreviera a saltar sobre ellas como era el propósito de la fiesta. Cuando ya las llamas habían descendido notablemente de nivel, los mozos más templados se arriesgaban a dar el salto y la gente que rodeaba la fogata aplaudía a los esforzados. No recuerdo ningún lance en que peligrara la integridad de los saltadores y sí algún susto cuando alguno no lograba un salto lo suficientemente alejado de las brasas como para salir del todo indemne. Con ello la emoción estaba servida y los gritos de alarma se hacían presentes. Luego, cuando el fuego estaba prácticamente extinguido, aunque con algunos pequeños restos aún humeantes, era el momento de la chiquillería. Saltábamos sobre aquellos humos como si en ello nos fuera la vida y no era raro algún encontronazo de saltadores opuestos que se cruzaban sobre las pavesas apagadas y cayeran en ellas cubriéndose de cenizas y gloria. Porque a partir de este momento todos nosotros lo contábamos como si ambos hubieran caído sobre las erupciones del Vesubio. 

El alumbrado de fiesta

Otra de las tareas en las que yo participaba con entusiasmo ―no en vano pertenecía a la saga eléctrica― era la colocación del alumbrado festero que rodeaba toda la plaza Mayor. Mi padre y hermanos se ocupaban de las tareas más duras de la instalación ―hoyos, postes, cableados y empalmes― y yo colaboraba enroscando las bombillas multicolores. Simultáneamente a esta última tarea, otros chicos y chicas mayores encargados por la Comisión de Festejos llenaban de banderitas, globos y guirnaldas toda la red del alumbrado. A veces con tanto entusiasmo que juntaban los cables eléctricos provocando algún corto circuito y con él un alarmante chispazo seguido de apagón. Mi padre echaba mano de su conocida tosecilla para increpar discretamente conductas y torpezas y con paciencia benedictina recomponía el desaguisado. 

Forasteros

El día catorce era el preludio de los festejos y con él se iniciaba la arribada de los forasteros. A la plaza Mayor llegaban los autobuses repletos de gente endomingada que cada familia recibía con elocuentes muestras de alegría y alborozo. Así, entre abrazos y entusiasmos, se llenaba el lugar de bullicio y algarabía que culminaban con la aparición del último de los autocares procedentes de Burgos. Este aparcaba frente al Ayuntamiento y de él descendía la embajada más esperada por la gente menuda. Era la banda militar que animaría con su música y presencia marcial los pasacalles, las procesiones, los eventos taurinos y las verbenas en la plaza. Desde el primer desfile por las calles de la villa, que se celebraba inmediatamente después de la llegada, nosotros nos convertíamos en su inevitable retaguardia. Tras ellos caminábamos saboreando entusiasmados aquellos sones alegres acompasados de porte y marcialidad. Por delante, y como abriéndose paso por entre las calles recién desperezadas de la canícula, caminaba también el Sr. Ricardo ―el alguacil municipal― lanzando al aire los estruendos de la cohetería que convocaba a la villa al jolgorio y la diversión.

Dianas y pasacalles

Jamás olvidaré los alegres despertares del día de la Virgen al ritmo de las dianas que llenaban mi cuarto de promesas festivas. Asomado a la ventana, con los ojos aún velados por el sueño interrumpido, escuchaba atónito aquella maravilla musical y me prometía no desperdiciar ni un minuto de semejante espectáculo. Vestido con mis mejores galas de fiesta me apresuraba hasta los soportales del Ayuntamiento de la villa y desde allí, unido a mis amigos y con estos a la comitiva oficial, me encaminaba al templo de Santa María para participar en la Misa Solemne. Iniciaba el desfile el alguacil con su uniforme y gorra de gala, un encendedor de larga mecha en ristre y una reducida corte de acólitos mosqueteros prestos a echarle una mano si fuera menester ―que no lo era nunca porque la responsabilidad de aquella artillería solo cabía en manos de la autoridad y la suya era indiscutible―. Detrás desfilaban la Reina de las Fiestas y su Corte de Honor seguidas de los ediles municipales en pleno y presididos por el Alcalde. A continuación marchaba la banda, sin que un solo paso de sus componentes alterara ritmos, sones o marcialidad. Finalmente, cerraba la comitiva el nutrido grupo de incondicionales melómanos entre los que me encontraba yo. 

Misa Mayor y Concierto

La misa era concelebrada por varios sacerdotes uno de los cuales ocupaba la Sagrada Cátedra para glorificar a la Virgen. Solía ser este algún religioso oriundo de la villa, venido para el caso, al que todo el mundo escuchaba atento y orgulloso de su paisanaje. El templo estaba abarrotado y entre el abundante incienso que lo envolvía todo y los sones de la banda interpretando música sagrada y el Himno Nacional pasaba el tiempo volando. Finalizada la ceremonia se celebraba la procesión en honor de la Patrona y, concluida ésta, se repetía el ceremonial del desfile hasta el Ayuntamiento. Aquí tenía lugar una recepción oficial de la Corporación a las autoridades y personas relevantes de la villa. O sea, lo del «vino español», vaya. Entre tanto, el pueblo llano, los forasteros y cada «quisque» nos arremolinábamos en torno de la banda que amenizaba el «vermú» con interpretaciones de fragmentos de zarzuelas famosas y músicas parecidas. Se situaban a la sombra de los soportales de la plaza ―los rigores del sol de agosto y el templete construido sin techumbre así lo aconsejaban― y aunque bailar en estos momentos estaba mal visto, porque no era ni el propósito de los intérpretes ni la intención de los programadores, siempre había más de una pareja que se lanzaba al ruedo y provocaba con ello la discreta censura de los más puristas. Los chicos no perdíamos detalle de todo esto y cuando finalizaba el concierto era ya la hora de la comida en familia. Comida de postín de la que solía participar como víctima el gallo alborotador, cebado con regodeo para este evento. Comíamos y charlábamos alegremente y mi padre mostraba satisfecho las entradas adquiridas en la tienda de calzados de Contreras para acudir a la corrida de toros con mi madre.

Los toros y el baile en la Plaza Mayor

No habíamos llegado a los postres cuando ya se oían los trallazos de los mulilleros exhibiendo por doquier su maña con el látigo. Con él fustigaban a las perplejas bestias de labor más hechas al sereno discurrir sobre las parvas de mieses que a arrastrar morlacos como se veían abocadas al terminar cada faena torera. Azuzadas por los bravos mozos, las resignadas mulas se convertían en un espectáculo añadido a la tarde de toros. Enjaezadas para la ocasión con preciosos adornos y banderas, eran las encargadas de arrastrar a los novillos muertos tras los inciertos lances del ruedo. Nunca fui un ferviente aficionado a la fiesta celtíbera por excelencia, aunque me entusiasmara toda la parafernalia que la rodeaba en el exterior del coso, así que no tengo otra información de los lances en el interior que los relatos puntuales de mis padres. Yo me conformaba con los ires y venires de la banda de San Marcial o la de Ingenieros de Burgos ―que una y otra amenizaron las fiestas patronales de mi niñez en alguna ocasión― y no me los perdía jamás. O con oír el griterío de los espectadores en el coso cuando algún astado se salía con la suya en legítima defensa. 

Finalizada la corrida con algún que otro sobresalto, protagonizado por los mozos metidos a toreros, se reanudaba el jolgorio callejero y con él el regreso de las autoridades al Consistorio. Desde aquí, la Corporación Municipal, La Banda de Música y la Reina de las fiestas con su Corte de Honor acudían a la Iglesia Parroquial de Santa María para, unidos al pueblo, entonar la tradicional Salve Popular y proceder a la Ofrenda de Flores a la Virgen. Terminado el acto, la banda se encaramaba en el templete elevado a los pies del Padre Flórez, ya sin riesgos de muerte por insolación, y comenzaban los bailes públicos. Mis amigos y yo permanecíamos al margen de estos galanteos entre los jóvenes de ambos sexos y sólo la alegría de la música nos mantenía próximos al evento. Cuando esta cesaba en los descansos, acudíamos a los tenderetes de chucherías y en ellos hacíamos nuestra mejor inversión de la que había sido generosa propina de fiestas. Bolas de anís, tofes, chupetes, chicles, chufas, cacahuetes, avellanas y cosas parecidas constituían nuestra principal demanda. Entre aquella tentadora amalgama para el derroche había también cigarrillos de anís de los que algún atrevido, olvidando el doloroso episodio con el tabaco del maestro, quiso probar de nuevo. Verle toser apostado en el callejón del «el Puntido» era una angustia. Aquellas semillas de anís eran, según parece, más infumables aún que los mal aventurados cigarros de «caldo» del hurto. Yo, con la lección bien aprendida, compraba regaliz de palo y en aquellos sabrosos troncos descargaba mis perecidas ansias por repetir la nefasta experiencia. 

Fuegos artificiales

Terminaba el baile y acudíamos a cenar en familia. Al amparo del exquisito menú preparado por mi madre surgía el relato de las incidencias taurinas en el coso y los comentarios nada ruborosos acerca de los bailoteos de mis hermanos en la plaza. A las once en punto de la noche se iniciaba la Gran Verbena y con ella la primera sesión de fuegos artificiales en torno al Padre Flórez quien, a pesar de la inmediatez de tanto barullo, jamás se inmutó ante aquella turbamulta de gentes, músicas y estruendos. 

Eran los fuegos un espectáculo muy esperado por la mayoría y a él acudíamos los más pequeños en compañía de nuestros padres. Con las campanadas de las once sonaba el disparo de los cohetes anunciadores y la gente se arremolinaba en los soportales o en las discretas proximidades del evento para disfrutarlo sin perder detalle. Cesaba la música y se encendía la primera fase. Porque había varias etapas coincidiendo con las numerosas pausas musicales de la banda. Eran como sucesivas entregas multicolores y ruidosas que, para los chicos, se extendían sin piedad hasta los primeros y forzosos cabeceos del sueño. Cuando terminaba la sesión, podía más la imagen del lecho que las ansias de fiesta y yo regresaba a casa con mis padres para dormir a pierna suelta y despertar con las dianas a San Roque. 

La gente joven, sin embargo, no pensaba en sueños beatíficos ni en despertares armoniosos sino todo lo contrario. Porque finalizados los bailes en la plaza comenzaban los «de Sociedad». Pomposo título para aquellas veladas a las que no se podía acudir si no se iba dignamente vestido. O sea, con traje y corbata. Esta última imprescindible según reclamaba la etiqueta obligatoria. 

Las uvas de San Roque y la carne de toro

El día de San Roque era muy semejante al anterior en eventos festivos aunque con ligeras variantes. En la procesión era este Santo, obviamente, quien visitaba las calles y, finalizada la celebración y regresadas las autoridades, a la entrada del Ayuntamiento para la recepción también había una curiosa costumbre. A la puerta del Consistorio se situaba el alguacil con una gran bandeja repleta de racimos de uvas ―cosa insólita para los chicos que ya habíamos peregrinado por los majuelos sin encontrar nada maduro que catar― y cada asistente al acto, se paraba frente a la bandeja, tomaba una uva y subía al Salón de Sesiones comiéndosela. Sin embargo, no todos los invitados procedían del mismo modo porque cuando llegaba el último, ―sin duda, situado ladinamente en el lugar― echaba mano de un racimo sin acosar y se lo zampaba íntegramente mientras subía las escaleras. A los chicos nos hacía mucha gracia la anécdota porque ya sabíamos quien era el protagonista habitual del lance ―cuestión de retentiva anual y manejo del cálculo de probabilidades―. Nunca diré quién por respeto a su memoria pero aún le tengo en la retina subiendo los peldaños con el racimo en ristre. 

A la hora de comer se producía otra singular novedad. Porque el día de San Roque, en mi casa y en otras muchas de la villa, en aquellos años cincuenta, se comía toro. Mi padre madrugaba más de lo habitual para acudir con toda urgencia a la Plaza Mayor y se iba a los tenderetes que los carniceros ponían bajo los soportales. Ignoro si la prisa tenía que ver con el precio razonable de aquella carne brava o con el grado de calidad nutritiva que la convertían en deleite apetecible. En cualquier caso, según parece, se cumplía el axioma de que quien llegaba tarde «ni oía misa ni comía toro». Llegado al lugar, compraba una exagerada ración de filetes taurinos para la familia ―al menos este era el juicio de mi madre a la vista del gran paquete de carne brava con que el hombre aparecía en casa― para que ella los convirtiera en la estrella del menú de San Roque. Lo cierto es que después de la sobremesa tampoco sobraba mucho, todo hay que decirlo, en descargo de mi padre y en honor de los tragaldabas que participábamos en el festín. Ignoro los trámites sanitarios que aquellas carnes con sabor a violencia pudieran superar y tampoco sé si el precio de la compra compensaba de algún modo el coste de otros menús menos bravos. Lo que sí recuerdo es que el consumo de aquellos hermosos filetes tenía algo de misterioso y ritual que los convertía a mis ojos en una especie de homenaje a la bravura. Supongo que los novillos hubieran preferido otro cumplido menos glotón pero hay que convenir que no estaba en mi mano ponerlos en un podio y colgarles una medalla olímpica.

«El pobre de mí…»

El final de las fiestas era, sin embargo, la puerta abierta de par en par para los chicos cuando el último cohete verbenero terminaba con los ajetreos de San Roque y los mayores iniciaban su resaca. Era el día diecisiete cuando los más jóvenes tocábamos la gloria. Cucañas, carreras pedestres y de bicicletas, carreras de sacos, «tirasoga» y un largo sinfín de juegos de entretenimiento infantil nos convertían en los protagonistas encandilados de la traca final.

Había opciones para todos los gustos y cada un participaba con entusiasmo en la mayoría. Aquel largo poste, untado de grasas escurridizas que lo convertían en una pista cilíndrica inabordable, tenía al final una bandera y con ella un generoso premio. Había que trepar hasta arriba y recoger el botín en la punta pero la cosa era más sencilla de pensar que de cumplir. Correr en bicicleta era una prueba victoriosa aunque uno llegara delante del «camión escoba», pero llegar el último subido a ella en la prueba de lentitud era cuestión de habilidad casi circense. Como tampoco era para torpes ensartar la argolla de aquellas cintas multicolores colgadas de una cuerda. En cuanto a la maroma cargada de pucheros, que habían de ser abatidos a garrotazos para obtener el premio, o el chasco de su interior ―dulces, monedas, agua, cenizas, aserrín…―, era una hazaña difícil y en ocasiones hasta peligrosa. No para quien esgrimía el garrote con los ojos vendados sino para quien permanecía absorto y sin precauciones en la peligrosa área del «garroteador» ―alguna cabeza descalabrada puede dar fe de este testimonio―. Correr algunos metros embutidos en un saco con olor a Nitrato de Chile también era una prueba que levantaba entusiasmos. Porque lo cierto es que la mayoría de los chicos embutidos en las arpilleras pasaba más tiempo rodando que caminando entre saltos. Y finalizados todos estos entretenimientos que llenaban la plaza de gritos y jolgorio, ahora sí, las fiestas se convertían en recuerdo.

Después de tanto acontecimiento jaranero, todo el mundo regresaba a sus tareas y nosotros a nuestros devaneos. Aún faltaba casi un mes para que se reanudaran las clases en la escuela y había muchas cosas por hacer. El río de nuevo temblaba ante nuestra presencia y los peces, animales de escasa memoria, volvían a picar decididos en aquellas mugrientas y retorcidas lombrices. Y de nuevo volvíamos a enristrar los mimbres de pequeños ciprínidos con los que regresábamos a casa entre victoriosos o decepcionados según la cosecha. Y ahora, además, la Naturaleza se incorporaba a la oferta lúdica con una alternativa más que seductora. Los frutales ―almendros, manzanos, perales, ciruelos, nísperos, majuelos...― se insinuaban tentadores por doquier y nos alentaban a merodear las lejanías; Espinillo, La Parda, Torcipera, El Cuadrón, La Chopera Oscura, Carretablada y otros muchos lugares semejantes, cuyos nombres evocan recuerdos de aventuras e indigestiones, llenaban nuestro tiempo de escolares en paro. 

Pero en el ámbito personal también había aconteceres que llenaban mi ocio junto a los míos y el siguiente episodio que protagonicé con ellos es una de esas anécdotas en que fui héroe y, paralelamente, bufón involuntario de mis hermanos..."
        



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