Powered By Blogger

miércoles, 10 de abril de 2013

PERDIDOS EN LA NIEVE

Mi amigo Chema tiene un especial carisma para contar aventuras del vivir, con el encanto y la medida de darlas la importancia de anécdotas jocosas, sin otra dimensión que la de aceptar serenamente los avatares que le depara cada día. Hubo una época en su vida laboral en que el viajar a su destino de trabajo era prácticamente una rutina permanente, cualquiera que fueran las circunstancias climatológicas que le condicionaran. Así que el invierno burgalés, crudo por naturaleza como suele ser tradicional, sirvió en una ocasión para acreditarle como esforzado "currante" contra viento y marea.


Es un relato apasionante que refleja el valor de ser joven, animoso y consecuente por encima de todo. Era jueves, ecuador de la semana, en un mes con especial empeño por convertir el tópico en realidad. Era el invierno de enero en una de las dos estaciones que el burgalés castizo acredita a la climatología burgalesa; la otra es la del ferrocarril. Aunque hacía un frío congelador de cuatro estrellas, la ciudad llamaba y mi amigo regresó a Burgos para pasar la tarde y acudir al ensayo en la Coral de Cámara “San Esteban” a la que, como es sabido, ambos pertenecemos y que, si está especialmente prestigiada es gracias a entregas incondicionales como la suya. Después del ensayo, es hora del solaz en cuadrilla y acude con amigos a disfrutar de la tertulia, la placidez de un lugar caliente y, todo hay que decirlo, de algún brebaje que estimule la temperatura y el caletre.


La noche avanza, el termómetro está por debajo de los sótanos ciudadanos y sus dos colegas y compañeros se plantean el momento de regresar al tajo del que han venido. “O ahora, o mañana”. Y la juventud del trío, estimulados con el calor del pub y algunos vapores añadidos, mezclado todo con generosas gotas de sentido del deber, decide montar en el R5 plateado y regresar ¡ya!, de inmediato, por si la nieve, que está amenazando inmisericorde, se les pone gris y les impide llegar a su destino. Total son cien kilómetros escasos…


Ancha es Castilla, el color plateado del vehículo rezuma bravura e inician la escapada al tajo. No sé a que viene, ―pobres canes―, pero todo el mundo en castellano suele llamar a las noches como esta, “de perros”.


Castilla sigue siendo ancha pero esta vez, además, blanca como la nieve, nunca mejor dicho. Al comienzo del viaje, parece que no será difícil la larga carrera hacia el destino aunque cubren los primeros cuarenta kilómetros entre incertidumbre y zozobra mal reprimidas. Ahora la nieve no se conforma con depositar sus cristales de hielo quietamente y mostrar su lado benéfico prometiendo bienes y cosechas. En realidad está airada y con ansias de castigar a los intrépidos por su imprudencia. Es ella, la cellisca, cruel y desconsiderada que les impide ver, discernir y continuar. Con semejante perspectiva, el valeroso Renault, con los últimos ¡chop! ¡chop! de impotencia, se niega al suicidio mecánico y se detiene superado ya el límite de Quintanilla de la Mata.



Se ha impuesto la cordura y es necesario encontrar una alternativa que les permita continuar viaje. Lo cosa no resulta sencilla dado el volumen de nieve que sigue acumulándose  y que los separa del destino. Pero la lámpara que ilumina a las mentes lúcidas en situaciones límite sigue encendida y se ponen en marcha para llegar a la estación del tren más próxima. Son las dos y media de una noche gris y siniestra y después de llegar al lugar les quedan cuatro horas hasta que acceden al vagón liberador que les llevará hasta Aranda de Duero.  


A las ocho de la mañana están frente el teclado de su ordenador, atendiendo a los clientes que acuden a la oficina para controlar “jayeres”, movimientos económicos y algún que otro reintegro para que la parienta vaya al mercado. A nadie le consta el abandono de la máquina que se negó a concluir el desatino, tampoco su aventura nocturna, ni sus cuitas en la nieve, ni su galopada camino del tren salvador… Están cumpliendo con su deber contra viento y marea y basta.


Termina la jornada y hay que regresar porque es viernes y la ciudad les espera con los brazos abiertos. Hay un voluntarioso que les regresa al punto y final de la galopada del R5 y llegan casi palpando la nieve que lo cubre todo. El área en la que buscan muestra una imagen desoladora de vehículos derrotados; camiones atravesados, utilitarios por las cunetas, lamentos compungidos con algún que otro exabrupto entrecortado y, entre todos ellos, la sufrida guardia civil tratando de poner un poco de orden en todo aquel maremagno. Nuestros amigos siguen buscando entre aquella amalgama sin hallar el vehículo que les traicionó y, finalmente, acuden a uno de los guardias con la inquietante pregunta. El hombre contesta con el índice mientras señala en la distancia un bulto apenas perceptible y que, corazón por corazón, parece reclamarlos su presencia.  



Doscientos metros largos les separan del R5 y curiosamente no parece hallarse en donde supuestamente lo dejaron en la humillante separación. Es un recorrido perpendicular a la autovía de la que se salieron, afortunadamente indemnes, por culpa de la cellisca que les empujó al desatino. El guardia mira al trío con aire socarrón y sonrisa de oreja a oreja, tratando de averiguar el por qué de semejante huida lejos del carril protector. Quizá intuye la pasada noche cargada de euforia y algún cafelito "acompañado" como causantes del extravío. De ahí la razón para su ironía.

 

Cuando llegan junto al vehículo, descubren que su tozudez para regresar a la carretera sin ayuda está más que justificada. No sólo hay nieve bajo sus pies. También barro y algún que otro pedrusco que se confabulan para impedir cualquier avance. Al final aparece providencialmente el abuelo tractor y les saca del apuro. En un par de horas consiguen respirar aliviados y relatan la anécdota como elemento a incluir en su peculiar currículo laboral.