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jueves, 28 de febrero de 2013

UNA INVITACIÓN

Hubo una época, en la que mi permanente deseo de recordar, me impulsaba a coleccionar hechos del vivir con el propósito de convertirlos algún día en materia para el recuento de experiencias. Tecla en mano, me lanzaba al folio inmaculado y añadía un nuevo cromo para mi colección de episodios y recuerdos; excursiones y veladas en familia, viajes con mi Coral favorita, recuerdos de tiza y escuela, anécdotas para el regocijo…, a los que últimamente añadí mi versión particular de cuentos para dormir. Ello para convertir el sueño de mis nietos en un dulce despertar que invariablemente desembocaba en toda suerte de preguntas entre inquietantes y curiosas; sobre la casa en que nací, mis padres, mis hermanos, los amigos, el río, las fiestas, las celebraciones religiosas, la fruta “prestada”, el cerdo convertido en puzle, la escuela, los maestros, los palotes, la enciclopedia, los godos, la regla de tres, el mapa mudo, el catecismo,  las monjas tras las celosías, la primera comunión, la vestimenta de monaguillo, el río, la pesca, los mercados, los pepinos afanados, el Sr. Antonino -guardia municipal-… Todo ello tenía una respuesta amasada con la levadura humana del entorno que envolvía cada relato y que conformaba un ambicioso inventario de evocaciones con destino al  libro abierto de la historia familiar. Así llegaron a buen fin las Memorias de un Sexagenario Adolescente que tantas alegrías me está proporcionando. Bendita sea la benignidad de mis lectores, a los que debo semejante placer y, desde luego, a la ayuda que me han prestado para llevar a cabo este proyecto sin concluir en “desastre económico”.

Dice Alaska, cantante a quien admiro por su bien decir y su verbo cálido, que, sin duda, padece de un Complejo de Diógenes solapado por cuanto su tendencia a coleccionar es algo atávico en ella. Y por ahí parece que camino yo –salvando diferencias a su favor–  como alma gemela que tiene la casa repleta de cosas, generalmente  poco útiles como ya he dicho, pero que nunca serán sustituidas por unos resabidos píxeles incapaces de palpar el valor humano de cada objeto guardado. Así que, bendito Complejo que a ambos nos ha llevado a aferrarnos al nimbo que cada cromo sustenta.

Y este es mi preámbulo, acaso tedioso, para desvelar mi propósito. Como acabo de relatar, soy un coleccionista nato empeñado ahora en reunir lectores en torno a mi humilde libro de Memorias.  Quiero para todos los que así lo deseen, la oportunidad de juzgarlo gratuitamente y de paso disponer de una especie de manual de recursos del abuelo, destinado a compartirlos con los nietos a la hora de dormir. No, no se trata de leérselo a ellos. Mi propósito es que hurguen en su memoria como yo lo he hecho y descubrirán cuán hermosa ha sido su vida, y en cuántas pequeñas aventuras hemos coincidido. Y lo que es mejor, con cuánta gratitud lo recibirán los pequeños. 

Ah¡ y no se alarmen si los niños se duermen antes del desenlace porque ello significará que el relato inacabado volará libre en sus sueños para regresar por la mañana envuelto en preguntas;  -abuelo, ¿y cómo? -abuelo ¿y por qué?, abuelo ¿y dónde…, y abuelo…, y abuelo………………..?

Pinchar en el enlace que incluyo debajo del libro y en unos instantes podrán tenerlo a su disposición con todo el cariño de quien lo escribió.
Eduardo García Saiz


miércoles, 27 de febrero de 2013

ESTÁ DE MUERTE

Carlos Herrera, excelente comunicador de Onda Cero, muestra diariamente una extensa selección de contenidos que convierten en especialmente gratas las mañana de la radio en esta emisora. Incluso para los aficionados a la exótica de los guisos, los viernes hay un espacio en que se descubre, a través de los oyentes, la excepcional variedad de aportaciones que estos tienen para elaborar nuevos guisos re-interpretando otros ya tradicionales. También se comprueba la capacidad de inventiva culinaria con nuevas sugerencias que, a partir de un producto alimenticio propuesto, añaden múltiples formas de aderezo con ingredientes y combinaciones singularmente imaginativas.

Sin embargo, todo esto, que resulta atractivo para los aficionados a la cocina casera, aporta también una rara coincidencia coloquial en la calificación final del guiso que invariablemente termina con la lapidaria expresión,…y está de muerte. 

Ignoro el origen de semejante conclusión ante lo que se supone ha de terminar en un placer gastronómico insuperable. Porque no parece razonable que, después de convertir el resultado en argumento para la gula, uno deba sentir la imperiosa necesidad de buscar acomodo en el tanatorio como resultado del festín. 

Por todo esto, hoy me gustaría recibir información, si alguien la posee, para acceder a los orígenes de semejante aserto porque yo tengo ya cierta congoja de la que espero librarme con la ayuda de algún alma caritativa. Sin llegar a ser un tragaldabas a lo Carpanta, soy persona que a la hora de comer no tiene remilgos reconocidos. Desde luego no soy consciente de haber rechazado menú alguno porque con aquello de la posguerra, no había otra opción que la de comer o ayunar y así aprendió mi generación a no hacer ascos a anda. El asunto es que, como se dice ahora insistentemente, cada vez que una cocinera o cocinero, después de mostrar sus habilidades culinarias, sentencia… y está de muerte, me produce cierto desasosiego. Porque yo preferiría lo de exquisito o delicioso, y en el peor de los casos, cojonudo –como una de las tapas típicas burgalesas– y expresión más castiza que también tiene su aquel. Así que espero no tener que lamentar desde el más allá el haber consumido un guiso moribundo.


"Cojonudo" 
(Imagen tomada del portal de BURGOSPEDIA. Enciclopedia del Conocimiento Burgalés) 

martes, 26 de febrero de 2013

LA MONTERA

“A cantar me ganarás y a ponerte la montera,
Pero tocante al trabajo tienes muy mala manera”
(Muchas veces se lo oí cantar a mi padre...)


Desde hace mucho tiempo, cubrirme la cabeza con una prenda ha sido de esos deseos no cumplidos que a uno lo convierten en sumiso de la estética obligada y resignado al atuendo convencional. Ignoro qué resortes de mi voluntad me han inclinado siempre a semejante despropósito, pero ahora que los años, la vergüenza y la experiencia me lo permiten voy a hacer un intento de razonar el porqué.

Tengo grabada en la mente la inconfundible imagen de mi padre cubierto a diario con airosa boina, que sólo abandonó en los últimos años de su vida y ello por culpa de las migrañas. Sólo se descubría ante Dios y ante cualquier mortal que mereciera su respeto. El aire especial que le confería era una muestra exquisitamente gráfica de su manera de ser. Solía decir que “había que ponerse al mundo por montera” y de verdad que lo hacía. La gracia con que se calaba la prenda, el campechano ladeo que la imprimía y el talante abierto y generoso con que discurría su vivir me permiten llegar a semejante conclusión. Siempre he querido parecerme a él y aún sigo en el empeño. Probablemente así se explique mi inclinación.

Hoy, desde la ternura que me inspira su recuerdo y el profundo respeto que su imagen me infunde, tengo ya elaborada la primera parte de mi tesis; me reconozco indigno de cubrirme con ella porque jamás responderé adecuadamente ni a su talante ni a su dignidad y, desde luego, tampoco a su donaire para llevarla dignamente.

Quede así claro que me he impuesto la doble obligación de ser respetuoso con mi padre y consecuente con mis principios. Con ello, y a mi pesar, queda eliminada la mejor opción de cubrirme las canas con una boina semejante a la suya. Y lo siento porque descartada ésta, no renuncio a cubrir mi cabeza como reclaman mis componentes genéticos, mi incipiente calva y, desde luego, mi soberana voluntad. 


(Imágenes tomadas de la WEB)

He probado toda suerte de diseños, tanto tradicionales como de alta costura, tratando de armonizar mis aspiraciones con la estética del momento, la oferta del mercado y el desembolso más razonable. Desde el sombrero cordobés hasta el tradicional hongo británico he probado de todo. Con el primero, la carga de complementos imprescindibles para llevarlo con el gracejo necesario lo hacían impensable; caballo jerezano, botas altas de Valverde del Camino, un cortijo en Andujar y, lo más difícil, esposa a lo Estrellita Castro. Para el hongo británico no había otra posibilidad que estilizar mi escueta figura de pívot fracasado y cubrirla con traje de príncipe de Gales, paraguas de luto riguroso y, a ser posible, ocupar escaño en la cámara de los Lores. No quiero hablar de mi desencanto cuando me vi obligado a desistir ante el fascinante “salacot” a lo Eudald Carbonell, sin un mal yacimiento arqueológico que llevarme a la pala. Tampoco tuve suerte con la gorra marinera, guarnecida con pasamanería de seda y adornada con brillante ancla al frente. Ni que decir tiene que no poseo ni una tosca tabla de surfing que impulsar aguas abajo del Brullés ―dignísimo río de mi pueblo en el que aprendí el “arte natatoria”― que, además, tiene por fama reducir caudal durante el estío. 

Por mi encanecida testa han desfilado barretinas catalanas, panamás, turbantes ―ahora que están de moda—, gorro cosaco, toda suerte de viseras y cómo no, sombreros; mexicanos, cordobeses, apuntado, calañes, jipijapa, castoreño, chambergo, de copa, jarano, jíbaro, charro, encandilado, flexible, hongo, gacho, redondo, catite, cano, candil, clac, de canal... cascos de bombero, de minero, de albañil, gorritos incas, de cosaco, gorras de baseball, birretes, tejas, penachos sioux, morriones, tricornios… Hasta “El sombrero de tres picos” de Falla he probado. Con la presencia de mis asesoras féminas ―esposa, hijas y nieta― más que elocuentes en el rechazo a cada intento de salir “calado” de la tienda con cualquiera de los tocados que menciono, a punto estuve de desistir y aceptar de por vida mi imagen gris de jubilado primario (recuérdese que nunca fui de Secundaria).

Pero fiel a mi fama de camorro probado ―arriesgando maledicencias, dimes y diretes― y sin el consejo de un docto amigo de los que ahora denostan mi decisión, opté en solitario por calarme lo que más se parecía a mis aspiraciones; gorra negra ―el recio color de la boina de mi padre― y con aire irlandés, sin que sepa muy bien por qué, —acaso porque la capital de Irlanda es Dublín—. Y, lo que es más, animado del propósito de iniciar con ella un proceso de reconversión destinado a disfrutar del bien ganado derecho a vivir de ella a poco que la ocasión me lo depare. 

















domingo, 17 de febrero de 2013

QUIYO





Quiyo es lo más parecido a un hidalgo del sur trasplantado a la meseta castellana. En ella ha encontrado su acomodo como sustituto de un viejo conocido, porque ahora ocupa el espacio que abandonó Zacarías para buscarse la vida por otros derroteros. De éste, poco o nada sabemos salvo que ha dejado en la villa generosa estirpe de nietos, dignos relevos que ahora proclaman la bella estampa del abuelo.

Pero hablemos de Quiyo, nuevo residente en los lares que abandonó su predecesor y que, según parece, apunta también modales de elegancia canina. Su color blanco con algunas manchas negras, le hacen inconfundible y fácilmente controlable incluso en la oscuridad. Hay un detalle, especialmente singular, que recuerda el peinado de algunas testas con una raya central que separa ambos lados del cráneo y que le da un aire especialmente distinguido.

Su carácter inquieto y despierto y su habilidad en el arte de la evasión, le empujan a campar a sus anchas por la villa en busca de ratones y otros animales de envergadura semejante, para quienes se ha convertido en auténtico terror.

Como corresponde a su hidalguía, vive en una señorial caseta, expresamente construida en el jardín, para acomodar allí su estirpe en los tiempos de descanso. En ella se muestra feliz incluso en las duras noches invernales de la meseta. Para combatir el frío y las heladas nocturnas, dispone de un pijama de gruesa lana y corte perfecto que, sin embargo, rechaza airado por mucho que se le razone la imperiosa necesidad de abrigo. Sin duda, sus genes sureños le impiden aceptar la inevitable realidad de las bajas temperaturas y muestra así su inquebrantable bizarría. Por las mañanas, una vez desperezado, asciende las escaleras de la casa y acude con urgencia al tufillo del cuenco, impulsado por la gazuza que le invade como a cualquier mortal. Lo hace con sonoras llamadas de pezuña expresando así sus premuras para hacerse oír. Es parco en consumir y generoso en agradecer. Sólo le irritan las ausencias de los dueños cada vez que estos abandonan la villa, mostrándose especialmente huraño en estas ocasiones.

Los orígenes de Quiyo no son ni enigmáticos ni siquiera desconocidos. Llegó del sur y fue entregado, a poco de nacer, como generoso obsequio de quien deseaba proporcionar consuelo por la ausencia de su antecesor. De modo que su infancia canina no pudo ser más placentera. Fruto del cruce de sus ancestros, los perrillos cazadores de la raza terrier británica con perros andaluces de las zonas bodegueras y graneros de Cádiz, forma parte de la raza de cazadores entregados a la tarea de limpiar las bodegas y graneros gaditanos de los pequeños roedores que se arriesgan a gorronear.

Poco proclive a la conversación, -de lo expuesto no suele hablar ni siquiera en términos de monólogo-  si en alguna ocasión le acucia el deseo de hacerlo, pronuncia sus ladridos en forma un tanto jacarandosa como para recordar el sol y los aires de la tierra que le vio nacer y que sin duda recuerda. Como animal de compañía hay que admitir que se ha adaptado con facilidad al ambiente  rural y muestra, como todos sus congéneres, una especial atención a la compañía de los  niños que son la segunda de sus aficiones.

No es tampoco conflictivo en sus relaciones caninas con otros congéneres de la villa y no parece muy dado a exploraciones que signifiquen riesgo o le provoquen altercados con desconocidos. De modo que no se le conoce participación en grescas que pudieran haber salpicado el alto linaje al que pertenece. Sería tanto como admitir en él modales barrio-bajeros que en absoluto está dispuesto a manifestar.

Aun así, últimamente están despertando en él sus tendencias donjuanescas, superada ya la adolescencia y parece haber encontrado respuesta en un par de perritas que le tienen encandilado. Tanto, que hace un par de días demoró su regreso al hogar provocando las alarmas, que ya creían olvidadas en la familia con la experiencia de Zacarías. Al fin, alrededor de las seis de la madrugada, surgió entre la espesa niebla mañanera con cierto desaliño, inhabitual en su donaire, y con evidentes trazas de haber pasado una noche en plena tarea amatoria.

Así que su acomodo en tierras castellanas está siendo tan elegante como su estampa y modales lo acreditan. 

viernes, 8 de febrero de 2013

CHEMA






Mi amigo Chema, colega en la afición musical, dinámico y servicial por naturaleza, cordial por convicción y excelente bajo, es un perfecto amigo con el que comparto, además de una grande y sincera amistad, la común vocación por la música coral y con el ella el placer de cantar en grupo. Ambos pertenecemos a la Coral de Cámara San Esteban de Burgos y en ella hemos hecho realidad nuestro sueño de interpretar las hermosas melodías del Renacimiento –siglos XV y XVI–, cantar las magistrales composiciones del maestro Tomás Luis de Victoria, entre otros célebres compositores, o sentir pasión por los espirituales negros. Todo esto, que poco o nada tiene que ver con el propósito que pretenden estas líneas, sirve, sin embargo, para advertir en ambos una especie de identidad personal con la que aceptamos toda suerte de principios éticos, permanente proclividad a la tolerancia y, sobre todo, la más consecuente práctica del respeto mutuo como norma de conducta social.

Sin embargo, en los últimos tiempos nuestra perplejidad sube de tono cada vez que el deambular ciudadano de cada día nos depara algunas sorpresas difícilmente aceptables, considerando los principios aludidos. 

Caminaba mi buen amigo por delante de un par de adolescentes, entretenidos en el manejo de un juguete, aparentemente inofensivo que, al parecer, no lo debía de ser tanto. Y digo al parecer porque instantes después de observar la presencia de ambos a su altura, sintió un impacto seco y doloroso en la pierna resultado del disparo del juguete que manipulaban. Chema se paró y encaró a los dos muchachos para censurarles su conducta haciendo uso de los mejores modales de su talante conciliador. El resultado no pudo ser más deplorable por cuanto el principal causante del desafuero, haciendo gala de una insolencia inesperada, admitió insensible la torpeza, se disculpó con impertinente desparpajo y dejó a mi amigo especialmente maltratado por semejante conducta. 

Este hecho, que no define en absoluto a todos los quinceañeros celtíberos, obviamente, sirve de referencia para convertir en inquietantes las frecuentes referencias que muestran comportamientos altaneros como el apuntado. Conductas que sorprenden y alarman a quienes hemos vivido otras formas de relación social, cuando menos más moderadas. Ciertamente son casos aislados pero, lamentablemente, más frecuentes de lo que sería razonable. Especialmente en el ámbito educativo en que el abuso de la tolerancia convierte a los docentes en cautivos de la indisciplina y los malos modos. Inermes ante la singular interpretación de la tolerancia como ámbito para el “todo vale” convierte el esfuerzo educativo en una tarea titánica contra los perturbadores y los indolentes. Los primeros, protegidos por la nefasta permisividad instalada socialmente, y los segundos, incapaces de aceptar el esfuerzo como incuestionable forma de progreso personal, convierten las aulas en un martirio para el reducido grupo de alumnos laboriosos que participan con el profesor en el hastío de unos y otros.

Ya se sabe; “son chicos… " ¿?