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sábado, 15 de octubre de 2011

MIL QUINIENTOS KILÓMETROS DE CARRIL BICI

Hoy he completado mil quinientos kilómetros pedaleando sobre el carril bici burgalés. 
Que nadie se alarme porque no los he hecho de un tirón. Y bien que lo siento porque sería una hazaña a escala universal que figuraría en los anales del tan celebrado y famosos libro Guinness de los record. Desde luego, no habría ni modalidad ni límite que me superara, pero hay que ser razonable y considerar que catorce lustros largos vividos a pleno pulmón me han dejado exhausto. ¿Qué cómo he contado los mil quinientos kilómetros? Desde luego no como un buen amigo que calcula multitudes contando las piernas de la concurrencia y dividiéndolas por dos. Yo soy más rebuscado. Tengo un artilugio acoplado a la rueda delantera que me cuenta hasta los números rojos de mi pensión congelada. Se llama “CATEYE” y en su minúscula pantallita me avisa cuando supero la velocidad controlada por los radares, la distancia recorrida cada día, las calorías consumidas y, como ya he apuntado, los mil quinientos kilómetros que he completado pacientemente.

Con esta efemérides he aprovechado, para hacer recuento de experiencias vividas en la ruta de cada día y, sobre todo, del variopinto mundo que contemplamos los ciclistas en torno a esta peculiar vía moderna. Comenzaré por decir que los perros son los protagonistas más numerosos y abundantes en lances para el regocijo. Creo que quien tenga la exquisita paciencia de hurgar en mi blog, que agradeceré muy sinceramente, ya habrá descubierto la simpatía que me inspiran estos animales. También necesito añadir que en el recuento de linajes que me disponga a llevar a cabo, he necesitado toda suerte de asesorías. Entre imágenes en la Wikipedia y referencias puntuales de algunos dueños pasando por la Nintendo de mis nietos, todo me ha servido para ilustrarme adecuadamente. Así que allá va el recuento:

Por razones de afinidad y paisanaje, menciono en primer lugar el perdiguero de Burgos que custodia los delfines de la plaza de España. En alguna ocasión le he saludado camino del Parral. Otros, menos estáticos, (ahora está de moda lo de “stand by”) caminan sujetos a la correa del dueño, a veces sumisos y en ocasiones remolones, seguramente pensando en lo ancha que es Castilla y lo corta que es la maldita correa. Hay beagles bicolores que caminan con absoluta sumisión sin descomponer la figura; boxers de mirada fija en el infinito; un bull terrier, con un ojo negro recién salido de una trifulca; bulldogs con “cara de perro”; elegantes coker spaniel esperando un gesto de admiración de los viandantes; espectaculares dálmatas calculando alguna travesura; dogos que simulan ferocidad; fox terrier aristocráticos salidos de un concurso canino; un puli revestido de fregona; un pit bull con mirada entre  feroz y displicente y hasta un salchicha con un rótulo en la cola que dice “long vehicle”.


Quedan bastantes más porque mil quinientos kilómetros recorridos dan para mucho pero no quiero ser exhaustivo. Para terminar sólo me resta decir que la mayoría de estos animales suelen ir sometidos a la correa de sus dueños y algunos otros han merecido la confianza de corretear sueltos. En ambos casos, ninguno ha hecho el más mínimo amago de echarme un bocado a las pantorrillas. Nada parecido a los perros de mi niñez que la tenían tomada con todas las bicicletas y desde luego con las pantorrillas desnudas a que nos obligaba la norma; "el pantalón largo para cuando te afeites y listo". Por ello quiero felicitar a todos los cuidadores que han depurado tendencias agresivas de sus pupilos caninos y han hecho de su presencia en la calle auténticos modelos de conducta cívica. 

HAVE A GOOD DAY!


Una decena aproximada de teenagers, repartidas a la par en ambos lados del borde del carril bici, protagonizan una escena atractiva y singular. Hace una mañana espléndida y todo invita al sosiego. Y esta es la sensación que hace de la presencia de las chicas un hecho apacible añadido. Cuando llego a su altura, indeciso porque su presencia me intimida y, desde luego no tengo ninguna intención de reprochar su conducta, sigo pedaleando con toda la prudencia y lentitud de que soy capaz y sus piernas se pliegan al unísono para facilitarme el discurrir. Es algo así como una especie de gesto de respeto que agradezco con verdadero regocijo y que me impulsa a desearlas, en tono jovial, have a good day!”, dicho pensando que son alumnas de la Escuela de Idiomas por el espacio que ocupan enfrente del edificio y, por qué no decirlo, por echarme un farol en mi inglés estándar de andar por casa. Su respuesta ha sido tan cordial como la mía y me ha sonado a complicidad; “have a good day, thank you!” me responden a coro e intuyo que sin ánimo de chacota.  Ya ves con que poca cosa ―o mucha en estos tiempos que corren― regresa uno eufórico a casa. Un saludo correspondido en tono cordial que nada tiene que ver con los que, con mi educación caduca, se me quedan en el aire cada vez que entro en alguna de las concurridas tiendas del barrio.   Tengo que añadir que no he visto señales de humo, lo que significa que no había cigarros de por medio en lo que he supuesto una tertulia entretenida y especialmente animada; acaso cosas de clase después de una prueba de vocabulario en tercero de inglés, la blusa nueva de la teacher o quizá los planes para el fin de semana. En fin, una anécdota más para el Carril Bici de mi blog.

domingo, 9 de octubre de 2011

¿QUIÉN ERA PAULINO?

                   

LAS CHÁTARAS DE PAULINO

Recuerdo con placidez los breves años de la infancia en los que la vida en la villa que me vio nacer -mi querido Villadiego- nada estorbaba la candidez de quien creció en una familia en paz. Ello a pesar de que los años cuarenta no fueron los más propicios para garantizar venturas ni desahogos económicos. Los pequeños acudíamos al parvulario de doña Petra y recibíamos de ella toda la ternura que su gesto, siempre amable, irradiaba. Incluso cuando manejaba su largo puntero para señalar alguna oreja díscola, lejos de amedrentar al inquieto, provocaba una explosión de jolgorio generalizado que el pequeño era el primero en celebrar.

Sí que es cierto que algunas recetas educativas al uso, aunque bastante discutibles en cuanto a eficacia, quizá hubieran podido empañar mi sosiego infantil si la realidad no las hubiera desautorizado. Me refiero a la costumbre generalizada de amedrentar a los más pequeños de entonces con chantajes ligados a las maldades del «Sacamantecas», «El Hombre del Saco», «Camuñas» o «El Coco» cuando contrariábamos a los mayores. Como es obvio, ninguno de estos personajes jamás llegó a hacer acto de presencia en la villa, y aunque algunas veces aparecía un famoso limosnero con saco al hombro, su semblante risueño y bonachón y sus ademanes reposados, lejos de atemorizarnos nos estimulaban a la simpatía y al respeto. Se llamaba Paulino y siempre hacía gala de buen humor y compostura. Jamás usaba términos soeces y su buen talante y paciencia para dejarse observar le hacían objeto de atracción y estima por parte de toda la chiquillería. Incluso había compuesto una canción referida a sí mismo que nos cantaba sonriente y con la que declaraba su condición de trotamundos feliz:

«Con las chátaras de Paulino
Han hecho un camión sin ruedas
Para que vaya Paulino
Recorriendo los caminos…»

Pues bien. Este blog pretende ser un homenaje a este hombre que, a pesar de vivir entre penurias sin fin, supo convertir su vida en un placentero camino de serenidad. Es justamente lo que yo también pretendo; caminar plácida y serenamente con todos los que deseen compartir los relatos y experiencias de cada día que hoy comienzo.

sábado, 8 de octubre de 2011

EL COSCORRÓN

Ahí andaba yo con mis dos aficiones a cuestas; la bicicleta y mi cámara digital en ristre. La primera es una especie de recuperación nostálgica de los pasatiempos de la niñez y la segunda un afán por el coleccionismo de imágenes. En este caso imágenes ciudadanas del Burgos moderno con destino a la tercera de mis pasiones; la fotografía.
Ni que decir tiene que todas ellas configuran el tiempo libre que mi condición de jubilado me permite y aconseja: “poca cama, poco plato y mucho zapato” (en este caso y como alternativa, mucho pedal).
Pues eso, que andaba yo bordeando el campus de la Universidad camino del encuentro con novedades de cinco plantas en los edificios que configuran la mayor parte de los bloques de la zona. Y llegué a la calle Complutense con el afán de unir un nuevo cromo callejero a mi ya espléndido álbum ciudadano.
Se me tiene dicho en el ámbito familiar, entre cuitas y prevenciones, que sea prudente con el velocípedo y que mire siempre hacia adelante. Ello después de haberme peleado días antes con una farola por mirar al suelo, en mala hora situada en mi camino. 
Pues bien, yo había guipado una coqueta plazuela bordeada de edificios, prestos para recibir mis disparos digitales, y en ella puse mis ojos y mi afán. Pero no miré al suelo en el que estaba agazapado el traidor y allí caí en la trampa. El resultado se puede suponer: rodilla, codo, dolor en el costado, susto y reprimenda por no mirar al suelo. Al poco, y acaso alarmadas por el estrépito, acudieron presurosas tres personas para interesarse por mi estado. Agradecido y, entre dolorido y estoico para no alarmarles, me levanté, a duras penas hice mis fotos de la placita y seguí mi camino. Afortunadamente, en esta ocasión no hubo frasco de alcohol que era en mi niñez el encargado de penalizar peripecias como esta.  
Supongo que alguien mi dirá que por la acera no debo pedalear y tiene razón, pero en este caso creo que yo era el único mortal que osaba hollar cada palmo de aquel amplio espacio y a una velocidad de prueba de lentitud. El único riesgo posible lo acabo de relatar y confirmo con la imagen siguiente. Obviamente, sólo está la bicicleta porque la foto la hizo el protagonista que es quien esto escribe sin ningún rencor y una propuesta; que se cubra cuanto antes el hueco traidor porque el riesgo es el mismo si alguien lleva el móvil en la oreja y la mente enfrascada en el diálogo .

 

Nota.- Según informaciones “probablemente tendenciosas”, me aseguran que la rejilla ausente quizá se halle reconvertida en alguna bodega como soporte estoico de chuletillas de lechazo y otras delicias de origen porcino asadas a la "parrilla urbana".

21-06-2011 a las  11,42 horas

EN EL PASO DE CEBRA


Acabo de leer el legítimo desahogo de Arturo Pérez Reverte que hace en el número 1250 del XL Semanal a propósito de un "cretino en la curva" que a punto estuvo de convertirle en víctima de un grave accidente. El episodio me ha traído a la memoria una ingrata experiencia relacionada con mis carreras en solitario por el carril bici burgalés camino de Villímar. Este es mi primer comentario al caso. Cuestión de prudencia por aquello de no alarmar a la familia, pero como el tiempo lo diluye todo, visto lo visto, me he decido a emular ―salvando las distancias de mi admirado Reverte, que son muchas― y contarla sin remilgos.

Con todos los años que he conseguido acumular, a pesar del permanente riesgo que supone el vivir, estoy seguro de que el sentido común, la prudencia, la madura sensatez o acaso que nadie termina sus días en la víspera, como dice el castizo, aquella hermosa mañana de un domingo agosteño me salvé “por el pelo” como dice mi nieta.


Hay, afortunadamente, un altísimo porcentaje de automovilistas que son respetuosos con los ciclistas en los pasos de cebra y, por mi cuenta, estoy en condiciones de asegurar que la mayoría, incluso cordiales. Y, aquel día, como en otras tantas ocasiones, llegué al borde del paso de cebra y frené como es mi costumbre. También lo hizo el vehículo más próximo que se acercaba por mi izquierda invitándome a cruzar sin riesgo. Proseguí mi camino confiado, advirtiendo claramente que otro vehículo paralelo al detenido y algunas decenas de metros más atrás, llegaba con cierta, más bien demasiada prisa. Y todas esas circunstancias previsoras a que he aludido, comenzaron a procesarse en mi mente. Y me quedé quieto delante de mi amigo conductor y confidente durante los suficientes segundos como para eludir lo inevitable. El joven, porque era un muchacho acompañado de copiloto, pasó velocísimo algunos centímetros por delante de la rueda delantera de mi bicicleta sin ningún ánimo respetuoso para mi crisma que, afortunadamente, sigo teniendo en gran estima. Ni siquiera me quedé lívido; sólo un breve sobresalto me confirmó el valor de la prudencia. No así quien me había cedido el paso porque se echó las manos a la cabeza alarmado por la precipitación del “fitipaldi” a quien, con su ejemplo, había supuesto más prudente. 



No está en mi ánimo, ni la crítica fácil para estos comportamientos ni siquiera la explosión de ira contenida que en ningún caso me acosó en el lance.  Seguí mi camino hasta el final del recorrido, confirmando una vez más que el riesgo de vivir incluye algunos imponderables que lo convierten en una especie de lotería inescrutable.

Así que comparto el desahogo de Reverte quien, por otra parte, muestra  en su texto iracundo las muchas ocasiones en las que su vida colgó de un hilo y, sin embargo, salió indemne. Yo, por mi parte, sigo creyendo en la Providencia.