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sábado, 26 de noviembre de 2011

EL RESCATE DE LUNA

En esta ocasión, el autor del relato tiene un rincón especial en mi afecto porque nuestra mutua estima nació en el aula que compartimos a principios de los años setenta. Yo era su maestro de Segundo de Primaria y él, uno de mis más recordados alumnos de aquel grupo. Ahora es un hombre felizmente casado y ambos, ella y él, están especialmente entregados a toda suerte de inquietudes culturales y de interés por la Naturaleza, que les convierte en verdaderos adalides de la lucha por el respeto y la mejora del medio ambiente. Su sensibilidad incluye la vida animal y con ella el rescate de un maltratado e indefenso can como lo ha sido la adopción de Luna, una perrita abandonada a su suerte por el dueño.




Aquella tarde de agosto abrasador, dos cazadores hacían recuento de su hazaña cinegética a la sombra de unos matorrales junto a la linde. Por ella discurría un humilde regato de agua limpia, vertida desde una de las pocas fuentes que aún quedan por aquéllos lares burgaleses. Y allí, junto al humilde cuenco de agua escondida bajo la hierba, descansaban también ambos lebreles con el afán de un reposo merecido. Después de dar cuenta de las viandas depositadas en la tartera, los dos cazadores terminaron el reparto de las piezas y decidieron regresar a casa mientras mencionaban los planes de su quincena de vacaciones junto al mar. Quince días en familia de holganza al sol en la playa. Y en aquel hotelito junto al mar los perros eran un obstáculo y su presencia una incomodidad de la que había que liberarse. Para ello barajaron posibilidades y de todas ellas eligieron la más sencilla y cruel; los dejarían abandonados a su suerte a la espera de alguna mano samaritana que les diera cobijo y comida. Al fin y al cabo su estampa era buena y su viveza atractiva. Y así fue como los dos canes descubrieron la deslealtad humana después de aquella intensa jornada de galopadas tras las piezas abatidas. Ambos animales habían aportado lo mejor de su olfato y cautela y los cazadores ahora portaban eufóricos el resultado de aquella colaboración.

No tardaron mucho los animales en descubrir la malicia de su abandono y llenar sus mentes caninas de interrogantes sin respuesta. Así fue como los dos vieron llegar la noche y los días sucesivos en el descampado: sorprendidos de su abandono y desorientados en un ambiente desconocido y más tarde hostil. Terminada la primera jornada en solitario y dispuestos a organizar su vida de perros, pusieron en marcha sus recursos cazadores galopando tras liebres, codornices y perdices que terminaron por agotarles sin recompensa alguna para su hambre. Incluso en sus correrías alocadas se convirtieron en blanco de la crueldad de algún lugareño dispuesto a su vez a convertirlos en trofeos de caza. Al volante de su coche, los persiguió con saña inusitada por caminos, veredas e incluso pastizales y barbechos. Fue una competición desproporcionada de la que únicamente la velocidad de la perrita salvó su vida. El otro animal murió al fin atropellado, víctima del vehículo asesino.

Al fin, y al límite de su resistencia canina, Luna se aproximó al humo de aquellas chimeneas que parecían ofrecer reposo y migajas. Lo había comprobado desde la loma cuando aquella mujer depositaba, junto a las puertas de la cochera, una escudilla repleta de comida para los gatos que se arremolinaban en su entorno. Se acercaría con cautela y lograría convencer a los felinos de sus propósitos exclusivamente nutritivos. Al fin y al cabo, los gatos, sus siempre enemigos cordiales, entenderían que sus afanes eran más problema de andorga que ganas de pelea. Con todos los sigilos y las tripas entretenidas en canturreos digestivos, se aproximó a la cochera y el olfato le dijo que, aun siendo comida de gatos, aquel menú prometía. La mujer observaba el devaneo de estos y pronto descubrió su presencia. Incomprensiblemente, se acercó y, después de acariciar su cabeza cariñosamente, la tendió un cuenco con el mismo contenido de los gatos. Con la avidez del hambre acumulada aceptó la comida y se entregó a la tarea mientras los gatos andaban en gresca para reclamar a bufidos más espacio junto al otro comedero. También estos se mostraban codiciosos como quien teme quedar en ayunas si no se despabila.

Después de algunos días merodeando el “comedor”, unas manos sensibles la hicieron llegar a la vivienda del joven matrimonio que la ha convertido en elemento familiar sin reserva alguna. No fueron fáciles para los anfitriones los primeros momentos de integración de Luna. Tuvo que pasar algún tiempo hasta que en ella se impuso el sosiego y la tranquilizaron sensaciones de bienestar. La mirada inquieta y profunda de los contactos iniciales se mostraba desconfiada e inquisitiva. No era aquel el hogar en que se había criado, ni era tampoco su espacio, su rincón, su cesto, su casa… Tampoco las últimas experiencias con los hombres la permitían albergar otra sensación que la de la duda... “¿qué vais a hacer conmigo? parecía leerse en sus brillantes ojos. Además, para los nuevos dueños, su historial también era una nebulosa difícil de desentrañar. Ya no era un cachorrillo para comenzar y, a la vida fácil de los primeros tiempos en familia, le habían sucedido los más deplorables trances en la convivencia con humanos. Sin embargo, el tiempo es la mejor da las terapias para restañar heridas y, al abrigo de posibles adversidades y en un ambiente estable y lleno de afectos conseguiría recuperar “su gran corazón, en los dos sentidos del término” según juicio del veterinario.

“…Ahora atiendo al nombre de Luna y al fin he superado con el cariño y la entrega de quienes me han acogido, la amargura del abandono de quienes antes me cuidaban desde que fui cachorro; tenía buena comida y cuidados y las lecciones de caza y conducta me convirtieron en una diestra rastreadora además de amiga fiel de toda la familia. Era discreta y contenida en los espacios del hogar, y juguetona y traviesa cuando salía de paseo. Llegada la temporada de caza, recorría campos y linderas para regresar con las presas cuando éstas caían abatidas entre los arbustos. Y cuando llegaban los tiempos de vacaciones, me llevaban al pueblo con los abuelos y en su compañía disfrutaba de la libertad del campo, de algunas travesuras con los gatos y de las siestas junto al sillón del anciano. Ahora ya no están en el pueblo porque decía Teresa que no podían valerse y que mejor estaban en una residencia…”

En efecto, Luna ya ha recuperado el ser natural que la caracteriza y muestra su viveza con absoluta espontaneidad; disfruta corriendo intrépida detrás de todo lo que vuela, se recrea en el agua allá en donde descubra un charco, un río o un lago y hace las delicias de quienes la observan cuando surge de las aguas con el aspecto de nutria recién emergida; los gatos siguen siendo para ella un objetivo incuestionable tras el que se lanza sin otro ánimo que el de perseguirlos y acosarlos sin ninguna crueldad. Ahora, además, ha entablado amistad con otra perrita vecina que la asesora en conductas y comportamientos en el ámbito rural. Se llama Petra y ambas, junto a sus dueños, participan en las tareas de plantación de nuevos arbolitos que cubran los desangelados espacios que el tiempo y la incuria humana habían dejado semidesiertos. Y tal parece también que esté dotada de una sensibilidad nada común. En efecto, como su libertad está controlada hasta los límites de lo razonable, en ocasiones corre riesgos que ponen en peligro su integridad y, como consecuencia de ello, se hace necesaria alguna corrección administrada con prudencia y firmeza paralelas.


“…Al comienzo de la adopción salíamos por la noche con Luna que pronto se iba "de excursión" en solitario con el riesgo de atropello en la carretera próxima. Después, regresaba sola y llamaba a la puerta con la pata. Así que tuvimos unas palabras. Con lo sensible que demostró ser al ver mi disgusto, se quedó tumbada desviando su mirada de la mía. Yo me senté en el suelo como si me fuera indiferente. Poco a poco, Luna se deslizó hasta mí. Y, como no podía ser de otra manera, la acogí y la acaricié durante un largo rato. Esto cambió una costumbre por otra; por la noche Luna sigue persiguiendo gatos, pero no se va de excursión, y cuando regresamos a casa, me siento a su lado y la premio con una generosa ración de mimos que aleje definitivamente de sí sus temores de maltrato. Son muestras de cariño que, sin duda, recibe encantada...”

Hasta aquí, una historia más del valor del cariño, el entendimiento y las buenas maneras que convirtieron a los lobos prehistóricos en compañeros fieles de las correrías nómadas del hombre primitivo y, más tarde, en las actividades más sedentarias de la especie humana.

sábado, 15 de octubre de 2011

MIL QUINIENTOS KILÓMETROS DE CARRIL BICI

Hoy he completado mil quinientos kilómetros pedaleando sobre el carril bici burgalés. 
Que nadie se alarme porque no los he hecho de un tirón. Y bien que lo siento porque sería una hazaña a escala universal que figuraría en los anales del tan celebrado y famosos libro Guinness de los record. Desde luego, no habría ni modalidad ni límite que me superara, pero hay que ser razonable y considerar que catorce lustros largos vividos a pleno pulmón me han dejado exhausto. ¿Qué cómo he contado los mil quinientos kilómetros? Desde luego no como un buen amigo que calcula multitudes contando las piernas de la concurrencia y dividiéndolas por dos. Yo soy más rebuscado. Tengo un artilugio acoplado a la rueda delantera que me cuenta hasta los números rojos de mi pensión congelada. Se llama “CATEYE” y en su minúscula pantallita me avisa cuando supero la velocidad controlada por los radares, la distancia recorrida cada día, las calorías consumidas y, como ya he apuntado, los mil quinientos kilómetros que he completado pacientemente.

Con esta efemérides he aprovechado, para hacer recuento de experiencias vividas en la ruta de cada día y, sobre todo, del variopinto mundo que contemplamos los ciclistas en torno a esta peculiar vía moderna. Comenzaré por decir que los perros son los protagonistas más numerosos y abundantes en lances para el regocijo. Creo que quien tenga la exquisita paciencia de hurgar en mi blog, que agradeceré muy sinceramente, ya habrá descubierto la simpatía que me inspiran estos animales. También necesito añadir que en el recuento de linajes que me disponga a llevar a cabo, he necesitado toda suerte de asesorías. Entre imágenes en la Wikipedia y referencias puntuales de algunos dueños pasando por la Nintendo de mis nietos, todo me ha servido para ilustrarme adecuadamente. Así que allá va el recuento:

Por razones de afinidad y paisanaje, menciono en primer lugar el perdiguero de Burgos que custodia los delfines de la plaza de España. En alguna ocasión le he saludado camino del Parral. Otros, menos estáticos, (ahora está de moda lo de “stand by”) caminan sujetos a la correa del dueño, a veces sumisos y en ocasiones remolones, seguramente pensando en lo ancha que es Castilla y lo corta que es la maldita correa. Hay beagles bicolores que caminan con absoluta sumisión sin descomponer la figura; boxers de mirada fija en el infinito; un bull terrier, con un ojo negro recién salido de una trifulca; bulldogs con “cara de perro”; elegantes coker spaniel esperando un gesto de admiración de los viandantes; espectaculares dálmatas calculando alguna travesura; dogos que simulan ferocidad; fox terrier aristocráticos salidos de un concurso canino; un puli revestido de fregona; un pit bull con mirada entre  feroz y displicente y hasta un salchicha con un rótulo en la cola que dice “long vehicle”.


Quedan bastantes más porque mil quinientos kilómetros recorridos dan para mucho pero no quiero ser exhaustivo. Para terminar sólo me resta decir que la mayoría de estos animales suelen ir sometidos a la correa de sus dueños y algunos otros han merecido la confianza de corretear sueltos. En ambos casos, ninguno ha hecho el más mínimo amago de echarme un bocado a las pantorrillas. Nada parecido a los perros de mi niñez que la tenían tomada con todas las bicicletas y desde luego con las pantorrillas desnudas a que nos obligaba la norma; "el pantalón largo para cuando te afeites y listo". Por ello quiero felicitar a todos los cuidadores que han depurado tendencias agresivas de sus pupilos caninos y han hecho de su presencia en la calle auténticos modelos de conducta cívica. 

HAVE A GOOD DAY!


Una decena aproximada de teenagers, repartidas a la par en ambos lados del borde del carril bici, protagonizan una escena atractiva y singular. Hace una mañana espléndida y todo invita al sosiego. Y esta es la sensación que hace de la presencia de las chicas un hecho apacible añadido. Cuando llego a su altura, indeciso porque su presencia me intimida y, desde luego no tengo ninguna intención de reprochar su conducta, sigo pedaleando con toda la prudencia y lentitud de que soy capaz y sus piernas se pliegan al unísono para facilitarme el discurrir. Es algo así como una especie de gesto de respeto que agradezco con verdadero regocijo y que me impulsa a desearlas, en tono jovial, have a good day!”, dicho pensando que son alumnas de la Escuela de Idiomas por el espacio que ocupan enfrente del edificio y, por qué no decirlo, por echarme un farol en mi inglés estándar de andar por casa. Su respuesta ha sido tan cordial como la mía y me ha sonado a complicidad; “have a good day, thank you!” me responden a coro e intuyo que sin ánimo de chacota.  Ya ves con que poca cosa ―o mucha en estos tiempos que corren― regresa uno eufórico a casa. Un saludo correspondido en tono cordial que nada tiene que ver con los que, con mi educación caduca, se me quedan en el aire cada vez que entro en alguna de las concurridas tiendas del barrio.   Tengo que añadir que no he visto señales de humo, lo que significa que no había cigarros de por medio en lo que he supuesto una tertulia entretenida y especialmente animada; acaso cosas de clase después de una prueba de vocabulario en tercero de inglés, la blusa nueva de la teacher o quizá los planes para el fin de semana. En fin, una anécdota más para el Carril Bici de mi blog.

domingo, 9 de octubre de 2011

¿QUIÉN ERA PAULINO?

                   

LAS CHÁTARAS DE PAULINO

Recuerdo con placidez los breves años de la infancia en los que la vida en la villa que me vio nacer -mi querido Villadiego- nada estorbaba la candidez de quien creció en una familia en paz. Ello a pesar de que los años cuarenta no fueron los más propicios para garantizar venturas ni desahogos económicos. Los pequeños acudíamos al parvulario de doña Petra y recibíamos de ella toda la ternura que su gesto, siempre amable, irradiaba. Incluso cuando manejaba su largo puntero para señalar alguna oreja díscola, lejos de amedrentar al inquieto, provocaba una explosión de jolgorio generalizado que el pequeño era el primero en celebrar.

Sí que es cierto que algunas recetas educativas al uso, aunque bastante discutibles en cuanto a eficacia, quizá hubieran podido empañar mi sosiego infantil si la realidad no las hubiera desautorizado. Me refiero a la costumbre generalizada de amedrentar a los más pequeños de entonces con chantajes ligados a las maldades del «Sacamantecas», «El Hombre del Saco», «Camuñas» o «El Coco» cuando contrariábamos a los mayores. Como es obvio, ninguno de estos personajes jamás llegó a hacer acto de presencia en la villa, y aunque algunas veces aparecía un famoso limosnero con saco al hombro, su semblante risueño y bonachón y sus ademanes reposados, lejos de atemorizarnos nos estimulaban a la simpatía y al respeto. Se llamaba Paulino y siempre hacía gala de buen humor y compostura. Jamás usaba términos soeces y su buen talante y paciencia para dejarse observar le hacían objeto de atracción y estima por parte de toda la chiquillería. Incluso había compuesto una canción referida a sí mismo que nos cantaba sonriente y con la que declaraba su condición de trotamundos feliz:

«Con las chátaras de Paulino
Han hecho un camión sin ruedas
Para que vaya Paulino
Recorriendo los caminos…»

Pues bien. Este blog pretende ser un homenaje a este hombre que, a pesar de vivir entre penurias sin fin, supo convertir su vida en un placentero camino de serenidad. Es justamente lo que yo también pretendo; caminar plácida y serenamente con todos los que deseen compartir los relatos y experiencias de cada día que hoy comienzo.

sábado, 8 de octubre de 2011

EL COSCORRÓN

Ahí andaba yo con mis dos aficiones a cuestas; la bicicleta y mi cámara digital en ristre. La primera es una especie de recuperación nostálgica de los pasatiempos de la niñez y la segunda un afán por el coleccionismo de imágenes. En este caso imágenes ciudadanas del Burgos moderno con destino a la tercera de mis pasiones; la fotografía.
Ni que decir tiene que todas ellas configuran el tiempo libre que mi condición de jubilado me permite y aconseja: “poca cama, poco plato y mucho zapato” (en este caso y como alternativa, mucho pedal).
Pues eso, que andaba yo bordeando el campus de la Universidad camino del encuentro con novedades de cinco plantas en los edificios que configuran la mayor parte de los bloques de la zona. Y llegué a la calle Complutense con el afán de unir un nuevo cromo callejero a mi ya espléndido álbum ciudadano.
Se me tiene dicho en el ámbito familiar, entre cuitas y prevenciones, que sea prudente con el velocípedo y que mire siempre hacia adelante. Ello después de haberme peleado días antes con una farola por mirar al suelo, en mala hora situada en mi camino. 
Pues bien, yo había guipado una coqueta plazuela bordeada de edificios, prestos para recibir mis disparos digitales, y en ella puse mis ojos y mi afán. Pero no miré al suelo en el que estaba agazapado el traidor y allí caí en la trampa. El resultado se puede suponer: rodilla, codo, dolor en el costado, susto y reprimenda por no mirar al suelo. Al poco, y acaso alarmadas por el estrépito, acudieron presurosas tres personas para interesarse por mi estado. Agradecido y, entre dolorido y estoico para no alarmarles, me levanté, a duras penas hice mis fotos de la placita y seguí mi camino. Afortunadamente, en esta ocasión no hubo frasco de alcohol que era en mi niñez el encargado de penalizar peripecias como esta.  
Supongo que alguien mi dirá que por la acera no debo pedalear y tiene razón, pero en este caso creo que yo era el único mortal que osaba hollar cada palmo de aquel amplio espacio y a una velocidad de prueba de lentitud. El único riesgo posible lo acabo de relatar y confirmo con la imagen siguiente. Obviamente, sólo está la bicicleta porque la foto la hizo el protagonista que es quien esto escribe sin ningún rencor y una propuesta; que se cubra cuanto antes el hueco traidor porque el riesgo es el mismo si alguien lleva el móvil en la oreja y la mente enfrascada en el diálogo .

 

Nota.- Según informaciones “probablemente tendenciosas”, me aseguran que la rejilla ausente quizá se halle reconvertida en alguna bodega como soporte estoico de chuletillas de lechazo y otras delicias de origen porcino asadas a la "parrilla urbana".

21-06-2011 a las  11,42 horas

EN EL PASO DE CEBRA


Acabo de leer el legítimo desahogo de Arturo Pérez Reverte que hace en el número 1250 del XL Semanal a propósito de un "cretino en la curva" que a punto estuvo de convertirle en víctima de un grave accidente. El episodio me ha traído a la memoria una ingrata experiencia relacionada con mis carreras en solitario por el carril bici burgalés camino de Villímar. Este es mi primer comentario al caso. Cuestión de prudencia por aquello de no alarmar a la familia, pero como el tiempo lo diluye todo, visto lo visto, me he decido a emular ―salvando las distancias de mi admirado Reverte, que son muchas― y contarla sin remilgos.

Con todos los años que he conseguido acumular, a pesar del permanente riesgo que supone el vivir, estoy seguro de que el sentido común, la prudencia, la madura sensatez o acaso que nadie termina sus días en la víspera, como dice el castizo, aquella hermosa mañana de un domingo agosteño me salvé “por el pelo” como dice mi nieta.


Hay, afortunadamente, un altísimo porcentaje de automovilistas que son respetuosos con los ciclistas en los pasos de cebra y, por mi cuenta, estoy en condiciones de asegurar que la mayoría, incluso cordiales. Y, aquel día, como en otras tantas ocasiones, llegué al borde del paso de cebra y frené como es mi costumbre. También lo hizo el vehículo más próximo que se acercaba por mi izquierda invitándome a cruzar sin riesgo. Proseguí mi camino confiado, advirtiendo claramente que otro vehículo paralelo al detenido y algunas decenas de metros más atrás, llegaba con cierta, más bien demasiada prisa. Y todas esas circunstancias previsoras a que he aludido, comenzaron a procesarse en mi mente. Y me quedé quieto delante de mi amigo conductor y confidente durante los suficientes segundos como para eludir lo inevitable. El joven, porque era un muchacho acompañado de copiloto, pasó velocísimo algunos centímetros por delante de la rueda delantera de mi bicicleta sin ningún ánimo respetuoso para mi crisma que, afortunadamente, sigo teniendo en gran estima. Ni siquiera me quedé lívido; sólo un breve sobresalto me confirmó el valor de la prudencia. No así quien me había cedido el paso porque se echó las manos a la cabeza alarmado por la precipitación del “fitipaldi” a quien, con su ejemplo, había supuesto más prudente. 



No está en mi ánimo, ni la crítica fácil para estos comportamientos ni siquiera la explosión de ira contenida que en ningún caso me acosó en el lance.  Seguí mi camino hasta el final del recorrido, confirmando una vez más que el riesgo de vivir incluye algunos imponderables que lo convierten en una especie de lotería inescrutable.

Así que comparto el desahogo de Reverte quien, por otra parte, muestra  en su texto iracundo las muchas ocasiones en las que su vida colgó de un hilo y, sin embargo, salió indemne. Yo, por mi parte, sigo creyendo en la Providencia.

lunes, 5 de septiembre de 2011

EL ABUELO

El abuelo tenía ese vestigio, entre sosegado y jovial, que induce a convertir en frívolo cualquier lance habitual, incluso los más duros y serios, sin menospreciar sus dimensiones. —«Tú no tiembles», decía cuando sus hijos, jóvenes e inexpertos y abocados a algún riesgo, reclamábamos su juicio. Y con semejante expresión relajaba temores y nos estimulaba a la lucha del momento. 

Era hombre de estatura breve, ademanes serenos y talante risueño. Su rostro encendido contemplaba la vida a través de unos ojos alegres y expresivos que mostraban a las claras su afán por vivir sin sobresaltos. La colilla de «Caldo», a medias encendida y apagada, se desplazaba inquieta entre la comisura de su labios al ritmo de sus escasas impaciencias. Estas eran sólo perceptibles cuando, encaramado a la escalerilla de tijera, hurgaba en el reducido espacio de una caja de empalmes, enlazando los adecuados entre una maraña de cables eléctricos. Trabajador concienzudo, serio y honesto en el tajo, era sin embargo fácil a la conversación y presto a la sonrisa espontánea en los momentos de asueto. —«Por ahí, charlando con unos y con otros» era la expresión favorita para explicar sus relaciones amistosas. Caminaba con andares siempre decididos y su boina inclinada expresaba bien a las claras cuales eran su temple y visión de las cosas. No necesitaba espejo para acomodarla porque el solo ladeo de la prenda confirmaba aquel dicho de generaciones que hizo suyo: —«hay que ponerse al mundo por montera». Y manejaba el mundo como a su boina, echándoselo a un lado.

Con este ánimo, y ya anciano, un buen día se incorporó en el sur a unas merecidas vacaciones en familia. Las primeras de su vida junto al mar con el segundo de sus hijos, la esposa de este y los numerosos nietos que ambos le dieron. Alojados todos en el reducido espacio de un bungaló de apenas sesenta metros cuadrados, pasó una quincena del caluroso agosto. Después de un azaroso viaje en tren —historia esta para otro relato— hasta la costa andaluza de Fuengirola, el sol, la playa, los chiringuitos, el chalecito, la urbanización y su piscina conformaron el tiempo de holganza plagado de anécdotas.

Uno de los días de más calor y agobiados por el abrumador acoso de la chiquillería —ocho nietos de un golpe son muchos nietos—, escaparon padre e hijo camino de la playa, ansiosos ambos por liberar la mente y de paso echar una cañita en aquellos chiringuitos junto al mar, «tan propios». Serenados uno y otro y dispuestos a disfrutar del ambiente y los humildes placeres gastronómicos del lugar, decidieron «poner entre pecho y espalda» docena y media de aquellas sardinas que, ensartadas en un palo junto al fuego, se doraban a la vera de una fogata invitando al aperitivo.



Sardinas, cerveza y unos «picos» conformaron el menú del improvisado almuerzo. Dispuestos a dar cuenta de él, uno y otro se acomodaron bajo el emparrado del modesto restaurante playero y comenzaron el condumio. Apenas iniciado el festejo gastronómico, un chucho, a todas luces callejero, estimulado por el olor del pescado y sin duda muy hambriento, se les aproximó. Confiando sin duda en participar de la pitanza, se sentó sobre las patas traseras a prudente distancia y fijo su mirada en el pescado. El abuelo, intuyendo que aquel perro era de los que no le hacían ascos a nada, lanzó al aire los restos de su primera sardina consumida y cabeza y raspa no llegaron a tocar el suelo. El animal, además de estar hambriento, era consagrado malabarista y una por una dio cumplida cuenta de todas las raspas, de manera que no fue necesario recurrir al cubo de la basura para dejar limpias y ordenadas mesa y entorno.





Acabado el humilde ágape, el perro, que entre raspa y raspa había descubierto algunas muestras de aprecio entre jaleos y palabras de ánimo — ¡bien chucho!, ¡come, come que tienes más hambre que Dios talento!— dichas en tono cariñoso y comprensivo por parte de ambos comensales, cuando decidieron abandonar el lugar, siguió tras ellos con absoluta sumisión. Tanta que, a punto de tomar el autobús para regresar al chalé, el perro permanecía a su lado en la parada y con ellos se introdujo en el vehículo. El conductor, apenas contenida la irritación por semejante despropósito, se dirigió al abuelo en términos conminatorios instándole a que bajara con el can: —«Señor, no se puede entrar con perros en el autobús; haga el favor de bajarlo»— le espetó airado — «¡A mí que me llora! ¡El perro no es mío! ¡Dígaselo usted a él!», contestó al abuelo tan sorprendido como el conductor de la audacia del animal que caminaba por el pasillo tras de sí.

Mal que bien y con un «humor de perros», conductor y viajeros consiguieron echar al chucho y depositarlo en la acera. Se cerraron las puertas y el vehículo reinició su interrumpida marcha. Al poco rato padre e hijo llegaron a casa y, milagrosamente, minutos más tarde también lo hizo el perro que desde la verja de entrada los miraba con significativos ladeos de cabeza. —«Pero, condenado chucho», exclamó el abuelo, admirado de tan insólita y espontánea fidelidad mientras caminaba hacia él. Entre deseos de mostrarse amistoso o azuzarle para que marchara, prevaleció la primera intención y en ello estaba cuando se aproximaron un par de rubias normandas, bien entraditas en años, que también hicieron carantoñas al animal: —«¡Bonito pegggo!», comentaron ambas con entusiasmo. Porque el perro —todo hay que decirlo—, a pesar del evidente abandono que mostraba, no tenía mala estampa y sus maneras le acreditaban como buen compañero y seguro amigo. —«Si les gusta a ustedes se lo regalo», contestó el abuelo con su habitual sonrisa.

Sorprendidas por la propuesta y sin duda sensibles a la idea de adoptarlo como mascota, ambas le miraron con cara de estar dispuestas a aceptar el obsequio, ya encariñadas con el animal que aceptaba sumiso y receptivo sus carantoñas. El abuelo, animado por la perspectiva de quitarse el perro de encima sin violencias, añadió concluyente: — «Pero se lo daré con la condición de que compren ustedes una buena ración de sardinas».

Las mujeres, perplejas, le miraron pensando que tan singular propuesta no podía venir de una persona cuerda o que su mal castellano no había interpretado bien la condición. Aún así, y después de conocer que el chucho callejero no formaba parte de aquella familia, asintieron de buena gana decididas a adoptarlo de inmediato. Pero el perro, que de ningún modo estaba dispuesto a abandonar la que suponía su garantía de sustento, cuando las dos mujeres intentaron llevárselo, siguió aferrado a la acera entre gruñidos de rechazo y sin intención alguna de moverse.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta verse a las dos señoras marchando calle arriba con el ya sumiso perro olisqueando la bolsa de sardinas recién mercadas según las instrucciones del abuelo. Padre e hijo, a punto de descomponer la figura a carcajada limpia, observaron a las airosas mujeres seguidas por el perro que ahora, con el rabo enhiesto y la mirada inquieta, no apartaba su hocico de la bolsa mientras el abuelo concluía: —«Lo que es el hambre, hijo; hasta un chucho callejero te vende por medio kilo de sardinas»—. 

Muchas veces contó esta y otras historias semejantes al calor de reuniones familiares hasta que la demencia senil o el Alzheimer, o cualquiera de las múltiples formas de patología que acosan a la mente, nos privara del placer de su risa contagiosa y del modo festivo de ver el mundo hostil que le tocó vivir y al que, hasta en las ocasiones más dolorosas, siempre «se ponía por montera».

martes, 30 de agosto de 2011

POR QUÉ ME HICE CORALISTA



Yo conocí a Juan José R. Villarroel el año 1978 en el que se incorporó al equipo de profesores del Colegio Apóstol San Pablo de Burgos que había iniciado su tarea como centro docente de Primaria hacía un par de años. Era, por tanto, un espacio en el que todas las iniciativas eran bienvenidas teniendo en cuenta su bisoñez y los muchos afanes de todos por conseguir calidad y eficacia docente.

Los sucesivos años de tarea escolar en común los recuerdo con emoción porque significaron, junto a él y otros excelentes compañeros y compañeras, un importante periodo de mi vida como maestro, empeñados como estábamos todos en sacar adelante un Colegio cargado de incertidumbres. Después de algunos cursos de vida profesional compartida, el destino decidió mi ausencia del centro y Juan fue el encargado de recoger el testigo y asumir las responsabilidades de dirección que yo abandonaba. El tiempo confirmaría que el relevo quedó en las mejores manos.

En los años vividos en común esfuerzo docente, la Coral San Esteban era permanente motivo de conversación en nuestros momentos de asueto y, en ellos, Juan explicaba, con la vehemencia que le caracteriza, sus afanes y proyectos impregnados de un entusiasmo contagioso que yo, proclive a la música coral por afición y convicciones, pronto asumí para caer en las redes de la causa. Tras su amable y calurosa invitación, me incorporé a la Coral sin otro bagaje musical que el de mi osadía y tan privilegiado valedor. No era la mía una aportación valiosa por cuanto mis conocimientos musicales se reducían a distinguir el pentagrama de unas pautas de caligrafía escolar, pero entre él y los magníficos coralistas del momento, que me recibieron con los brazos abiertos, conseguí hacerme un hueco en la siempre discutida e injustamente denostada cuerda de los bajos. A partir de ese momento, una sucesión ininterrumpida de experiencias felices me han hecho bendecir permanentemente la hora en que tomé tal decisión. Y entre todos ellas, la convivencia con gentes tan heterogéneas como encantadoras quizá haya sido, al margen de los indudables valores musicales disfrutados, la mejor recompensa conseguida. 

Durante mi presencia como coralista he acuñado una valiosa carga de emociones, gratísimas experiencias, celebradas anécdotas y, por encima de todo, entrañables amigos y amigas que engrosarán siempre mi particular colección de afectos. Con todo ello pretendo mostrar lo que un colectivo, unido por intereses siempre desinteresados y en perfecta armonía, puede hacer para conseguir ese trozo de felicidad que tan escurridiza se nos muestra a menudo.
Eduardo García

           

domingo, 28 de agosto de 2011

ZACARÍAS. UNA HISTORIA VERDADERA (i)

 

            

Escondido tras la espesura de la linde, entre aterido y desconcertado, permanecía el can evaluando una explicación del por qué, él, llegado al hogar que le recibió con albricias y los mejores augurios en la Noche de Reyes, se encontraba en semejante situación y en tan triste y completo abandono. Aquel mundo feliz que conquistó su llegada entre los niños de la familia; aquellos juegos entre diabluras y carantoñas de los pequeños que le asediaban como a un peluche; aquel mullido cojín en el que reposaba sus sueños de libertad y aventuras; aquel cuenco siempre repleto de delicias gastronómicas; aquellas correrías persiguiendo a las ánades del Arlanzón… Todo perdido por culpa de la estúpida pequinesa de la vecina, incapaz de consumar sus coqueterías con una relación apasionada menos platónica y más sensual…


“…Si que es cierto que, en un momento de arrebato, le arranqué de una dentellada aquel estúpido lazo rosa que lucía en el cogote y que, cada vez que nos cruzábamos en la escalera o el parque, la dirigía el más selecto repertorio de mis rezongos amenazadores. Y lo peor fue el pollo que organizaron los vecinos en la reunión de la comunidad, porque aseguraban que yo era un perro pendenciero y donjuanesco de muy malas maneras y que me chuleaba a todas las perritas del barrio, incluidas las suyas. Así que a pesar de las lágrimas de Quique y Mónica decidieron en casa darme el escarmiento definitivo. Lo noté porque, salvo las carantoñas y brujerías de los pequeños, mi situación de privilegio y confort desapareció tras la malhadada y vocinglera reunión de vecinos. Así que en la mañana de viaje en el coche y después de detenernos para un breve desahogo fecal, el maldito vehículo huyó presuroso sin más contemplaciones, dejándome sólo mientras me ocupaba en la tarea de señalar mi territorio junto a la farola del puente…”.


Y en aquella cuneta apareció después, perplejo y asustado, esperando vanamente el regreso del desalmado vehículo. Y allí estaba contemplando el discurrir de tan malignos y veloces artilugios, llenos de risas y euforia e ignorantes de su tragedia. Pero no todas eran miradas insensibles. Aquella ojeada femenino, aunque fugaz, descubrió los trémulos ojos del can y quiso adivinar el porqué de la tristeza que mostraban “. … Se habrá perdido y lo estarán buscando…”; “… Quizá su dueño lo ha sujetado a las matas para recogerlo al regreso…”; “…O lo habrán abandonado deliberadamente…” Y esta última posibilidad humedeció el corazón de la viajera por unos instantes. Pero en estas consideraciones íntimas terminó todo y el vehículo siguió su camino.


O casi todo, porque al regreso de aquellos ojos inquisidores que le observaron a la ida, se produjo el milagro… En el mismo sitio seguía el can, esta vez con los ojos brillantes de ansiedad y temor y un atisbo de esperanza porque el coche blanco se paró. Después de un breve recorrido de incertidumbre, unas manos, entre decididas y cautelosas, se le acercaron y lo recogieron para introducirlo en el vehículo. Entre recelos y prudente confianza accedió al trasiego y se dejó acomodar. Aquella familia que lo ocupaba respiraba olor a cariño y apuntaban presagios alentadores. Así que, a pesar de su rechazo consumado a todos los Henry Ford y congéneres que pululan por las carreteras del mundo, pensó que había que ser juicioso y aguantar una vez más. “Veremos”, ladró para sus adentros el can. “De momento oír, ver y callar y de gruñidos los menos”, se dijo. Lo acomodaron con ternura en el interior y partieron raudos a su destino. A lo largo del viaje, si nuestro héroe sintió desazón alguna, apenas fue perceptible y desde luego poco preocupante. 


(continuara)

sábado, 27 de agosto de 2011

ZACARÍAS. UNA HISTORIA VERDADERA (II)


         

La llegada al nuevo hogar fue gloriosa. Aquella casa, con espacios al aire libre para sus desahogos y siestas a la sombra; aquella cancela siempre dispuesta a facilitar sus correrías; aquellos pares de ojos que lo miraban con absoluta ternura mientras le llenaban el cuenco; aquellas delicadas manos siempre dispuestas a la carantoña; y sobre todo, aquella mujer encantadora que sonreía y cantaba a poco que se lo pidiera el cuerpo, eran todo un prometedor remanso de paz al que dedicaría sus mejores maneras. Eso sí, esperaba disfrutar de la libertad que intuía, y con la que siempre soñó, sin más limites que los de la prudencia en el regreso. Y así, los primeros días fueron discretos en cuanto a escapadas, pero al descubrir lo ancha que es Castilla y que las regañinas eran más comedidas que peligrosas, amplió sus horizontes y comenzó a husmear la popa de tirias y troyanas de toda la comarca ―que en ningún caso lucían los extravagantes penachos rosa ni le hacían ascos a ciertas licencias amatorias― y se relacionó con amiguetes, algunos de dudosa reputación. Y como consecuencia de semejantes devaneos, en más de una ocasión se vio envuelto en altercados con otros canes aborígenes y los peligrosos cimarrones aventureros de la comarca que le proporcionaron más de un serio disgusto. 


Para sus escapadas, también contó con la inestimable ayuda de los niños del pueblo que le convirtieron en una especie de mascota a la que se acercaban para llevárselo en sus correrías. Y así, e instigado por ellos, corrió tras los topillos, los conejos, las liebres y alguna que otra perdiz que se burló de su audacia revoloteándole sin piedad… Todas estas novedades y las atolondradas andanzas en solitario le llevaron a perder el tiempo en ocasiones e incumplir su promesa de prudencia en la retirada. Así fue cómo en las vísperas de la fiesta local, llegó a casa hecho unos zorros, después de haber provocado la inquietud y el desasosiego de su familia de acogida a la que tanto debía. Agachó la cabeza sumiso, esperando acongojado lo peor para su destino, pero nada de lo que temía sucedió. Pudo más la alegría de su regreso que el deseo de penalización y salió indemne del lance. 


“Se me olvidaba decir que ahora me llamo Zacarías y necesito dedicar mis mejores ladridos a toda la familia que me ha convertido en su mascota más preciada y regalado con toda suerte de carantoñas y ternuras. Sobre todo a la esposa, porque ella es más que condescendiente con mis desatinos escapatorios, y, porque cada vez que me mira resuelta a llamarme al orden, siempre termina cediendo comprensiva, pensando sin duda en mi juventud y en los agobios que debí sufrir en aquella comunidad de tarados que la tenían tomada conmigo. 


(Continuará)

viernes, 26 de agosto de 2011

ZACARÍAS. UNA HISTORIA VERDADERA (EPÍLOGO)



Fue uno de esos espléndidos atardeceres del mes de julio, en los que después de sestear su pitanza, con algunos añadidos porcinos a los que el estío no es muy propicio, Zacarías pensó que el mundo era hermoso y, como buen castellano de la meseta, decidió que el espacio de la aldea le venía algo corto. 


La familia que le había adoptado como a un hijo, aparcaba sus sueños entre butacones y mecedoras y decidió que era un buen momento para añadir nuevas experiencias a su mundo rural ya ampliamente explorado. Nadie le echaría de menos hasta bien entrada la anochecida y para entonces ya estaría de regreso. No es que estuviera incómodo, descontento o ni siquiera aburrido. Es que después de haber dejado muy atrás su condición de urbanita, por demás controlado y constreñido a unos hábitos familiares ramplones, la vida en el campo le había convertido en un investigador nato. Aquí, en la holgura de una familia que le había proporcionado un hábitat envidiable y convertido en señor de hembras caninas, ―entre las que había ya provocado más de un altercado después de elegir amiga, compañera y finalmente madre de su primer vástago― había completado el ciclo completo de las correrías y relaciones sociales en la villa. Así que decidió poner a prueba su olfato, sus patas y, sobre todo, su audacia. 


Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el ánimo resuelto y el rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de donde decían proceder sus cordiales enemigos, los perros cimarrones. Algunos de éstos habían mencionado sus correrías detrás de jabalíes, antílopes y, en ocasiones, hasta de osos en los bosques de alta montaña. Otros, más discretos y quebrantados, confesaban haber permanecido enrabietados durante muchas horas al cuidado de casas de campo apartadas de los núcleos urbanos. Los más, maldecían a sus amos cazadores que los dejaron abandonados, camino de Benidorm, después de una agotadora temporada de caza de codornices y conejos. Al final unos y otros habían conseguido liberarse. Unos mostrando una sumisión engañosa para escapar con un corte de patas traseras al menor descuido, y otros, abandonados sin contemplaciones como era el caso de Zacarías. Había quien contaba que a punto estuvo de dejar sus huesos aplanados sobre el asfalto por culpa de las bestias de cuatro ruedas que embisten como mastines. Milagrosamente estaba allí para contarlo aunque un tanto renco a resultas del encontronazo. 


Aquellas aventuras entre verídicas y falaces le habían llenado de perplejidad y temor porque lo suyo había sido sólo el resultado de inquinas de comunidad y hartazgo de altercados de los padres de Quique y Mónica. Así que, visto lo visto, su experiencia, después de todo, había terminado con final feliz en su nuevo destino. Nada parecido a lo que contaban sus colegas de campo. 


A pesar de todo, aunque advertido como estaba de los riesgos que traían consigo aquellas veleidades, se encaminó por las veredas menos frecuentadas del pueblo hasta llegar a un altozano, desde el que se contemplaban las airosas agujas de la catedral burgalesa. Allí se le humedecieron los ojos con los recuerdos de los paseos diarios que disfrutaba en compañía de Quique y Mónica por la Quinta, el Espolón o la Isla. Cierto que siempre lo hacía nervioso entre coqueteos, desaires y alguna que otra bronca con otros congéneres que, invariablemente, terminaba con una buena regañina en su cubículo. Aún así, sus ojos se humedecieron llenos de sensaciones encontradas. Porque su familia de ahora, cargada de cariño hacia él y siempre dispuesta a la carantoña y el juego; su patio de recreo en el que tramaba sus correrías mientras llenaba la andorga y su libertad sin límites, le habían convertido en el más feliz de los caninos mortales. 


Pero sigamos con su aventura. No era Zacarías de los perros que se amilanan fácilmente y siguió caminando. La tarde daba para mucho y el sol parecía calmar sus ardores. Y cometió la gran torpeza que antaño le había hecho infeliz por unas horas. Ante sí tenía docenas de aquellos odiados monstruos de cuatro ruedas que, en la recién anochecida, se asemejaban a feroces dragones desprendiendo fuego por aquellos agujeros luminosos. Entre el dantesco centelleo de fauces enloquecidas, pitadas encrespadas y bramidos de motor, sintió los primeros temblores en sus nalgas traseras y añoró la paz abandonada. Quiso regresar a la dulzura de su hogar y comenzó a deambular tratando de desandar el camino que nunca debió tomar… 


Entretanto, en el hogar abandonado, la noche comenzaba a mostrar el lado feliz del sueño castellano a pierna suelta. Y entre sus deudos comenzaron a dispararse las primeras alarmas; Zacarías había sido imprudente en ocasiones pero nunca desleal. Volverá pronto pensaron… Además, conoce el terreno, sabe defenderse y, en el peor de los supuestos, alguien se ha prendado de su estampa y maneras y ha decidido convertirle en su personal sabueso… Al fin y al cabo ya tiene experiencia de nómada a su pesar…


Pasó la noche y la mañana, y el atardecer; y la alarma se encendió en el más rojo de los sobresaltos. Y comenzaron las búsquedas en la vecindad: canes amigos de tertulia; perritas dispuestas a cederle un espacio en su almohadón; parajes y huertas del entorno por si un descalabro le hubiera atrapado entre las empalizadas; kilómetros de la carretera por si unas ruedas precipitadas lo hubieran pasado por encima dejándole malherido… Nada, ni siquiera pastores y agricultores en faena le habían localizado deambulando sin rumbo…


La tristeza invadió a toda la familia después de los días sin retorno del animal. No había luz alguna que iluminara la esperanza del regreso como fuera; avergonzado, humillado, astroso… incluso malherido…


Después de algunas semanas de espera, la más tenue de las luces de la esperanza llegó de la voz de alguien que dijo haberle visto. Estaba en compañía de un muchacho joven de cabellos azabache y barba de pocos días. Permanecían sentados ambos a la entrada del arco de Santamaría burgalés, tañendo él la mañana con una guitarra y mostrando Zacarías su agradecimiento a las manos que dejaban monedas en el ajado sombrero. Con el reclamo de su rabo inquieto y un breve ladrido, convertía en dineros la simpatía que su estampa y actitud provocaba en los caminantes. 


No. No estaba atado. Seguía siendo libre, jovial y cariñoso. Había cambiado la vida placentera de su patio entrañable por la bohemia y la solidaridad. El muchacho le mostraba su cariño y, con su rostro iluminado, parecía confirmar que, al fin, había encontrado en el animal la comprensión y el cariño que la vida le había negado…


Nunca sabremos si los ojos que dijeron haberle visto en la ciudad eran verdad o ficción. Si así fue, bendita decisión la de Zacarías que le llevó a intuir la imperiosa necesidad de cariño en un alma humana desarraigada. Y se entregó a ella con el mismo fervor y fidelidad con que lo había hecho, primero con Quique y Mónica y luego con su familia en la aldea. 


miércoles, 24 de agosto de 2011

EL SPANIEL BRETÓN




Nunca he disfrutado de la compañía de un perro, y bien que lo lamento porque es un animal que observo con simpatía en mi deambular por el carril bici, aguas arriba del río Vena burgalés. En términos generales, ―salvo algunos canes malhumorados, por aquello de la furia mal contenida que muestran entre dientes―, sólo me inspiran simpatía y a menudo ternura. Incluso en ocasiones son capaces de protagonizar algún divertido episodio para el regocijo como es el caso que relato a continuación. En esta ocasión el lance tuvo lugar a orillas del Arlanzón. Con él me propongo contar algunas experiencias caninas de las que he sido testigo y que avalan mis simpatías.


Pasear a orillas del Arlanzón es una de esas ocupaciones que a jubilados y *colesterólicos permite disfrutar de la Naturaleza compañera del río, atajar los nocivos efectos de los hartazgos porcinos en la bodega y la observación puntual de episodios que, entre intrascendentes e insólitos, convierten el paseo en una ocupación doblemente gratificante.
Uno, recién incorporado por madurez al primero de los grupos y aficionado por devoción a las costumbres del embutido ahumado y la  jarra de churro bodeguero que, como es sabido, son hábitos muy apañados para incorporarse a plazo fijo al segundo de los colectivos, caminaba aguas arriba por las proximidades de la playa entre disfrutes y terapias contemplándolo todo. No era una mañana de ardores otoñales precisamente y las nubes grises, amenazantes e indecisas, jugaban al sí o no de una previsible lluvia. Seguramente por ello la concurrencia de peatones era mínima y la serenidad del ambiente absoluta.
En estas estaba la cosa cuando otro caminante de mi aspecto y probables circunstancias insistía tenaz en bañar a su perro en las aguas pobladas de ánades viajeros a la espera del pan de cada día. El can, seguramente intuyendo que el remojón no era lo más aconsejable tras el desayuno, y desde luego nada apetecible considerando lo gris de la mañana, se resistía a los afanes higiénicos del dueño aferrándose a sus patas traseras con la firmeza de un miura. Ni que decir tiene que, al final, cogido con resolución del rebelde collar por el amo y malamente resignado al chapuzón, dio el perro con sus lanas en el agua. El espanto de las aves al caer fue tal que huyeron despavoridas del entorno del cánido volador seguramente sorprendidas del insólito menú que se les ofrecía.
A unos pocos metros de la orilla, y con los expectantes patos alejados prudentemente de los círculos concéntricos marcados por el agua en torno al animal, se debatía el spaniel bretón tratando de recuperarla a todo trance, sin duda impelido por el deseo de abandonar las frías aguas, la hostil compañía de las airadas aves y los silbidos intermitentes del desentendido dueño que lo reclamaba a su lado mientras caminaba aguas arriba sin volverle la vista atrás. Vano intento el del spaniel porque el resbaladizo muro de hormigón que bordea la orilla le ponía muy difíciles sus afanes. Tan hostiles circunstancias impedían al animal salir del agua por sus propios medios y al final, el hombre, un tanto airado y salpicando su arrebato con palabras de menosprecio a la dignidad del chucho, retrocedió para ayudarle a salir.
Ya en la orilla, los más de ochenta probables kilos de humanidad se agacharon con torpeza en busca del collar para sacar al perro del agua. Éste, en sus afanes por liberarse del húmedo suplicio con la máxima celeridad, desequilibró la voluminosa figura de su salvador y consiguió con ello que el hombre también cayera al río con estrépito de barco recién botado. De nuevo los patos repitieron la escapada palmoteando sus alas, esta vez con entusiasmo, seguramente aplaudiendo la hazaña del maltratado can. El hombre, echando agua y otros espumarajos más coloquiales por la boca, inició la caza y captura de las gafas que en semejante vaivén se habían deslizado desde la nariz hasta el fondo del río. No duró mucho la búsqueda porque la baja temperatura de las aguas —“¡aja!” “¡ya te lo decía yo!”— ladró el can no sin cierto retintín— y la dificultad por localizarlas en la profundidad, que le cubría hasta la cintura, le aconsejaron renunciar al intento.
Salió el hombre del agua entre imprecaciones y con aires de noria en pleno riego buscando al perro que, alejado prudentemente a algunas decenas de metros, lo miraba con desconsuelo adivinando sin duda la que se le venía encima. Yo también temí lo peor para el chucho pero ambos nos equivocamos. Tras despojarse el hombre del empapado jersey que lo cubría y sacudirse el agua como mejor pudo, se acercó al asustado e indeciso animal que le miraba con gesto de estar eligiendo de entre dos males el menor —salir zumbando o aguantar el chaparrón—. Optó por permanecer quieto y humillado con el rabo entre las patas esperando el castigo hasta que el hombre, seguramente recordando las gloriosas jornadas de caza que ambos habían compartido, soltó una estrepitosa carcajada, miró con ternura al inocente animal causante involuntario de su torpeza, lo sujetó con la correa y ambos salieron a toda prisa camino de la ropa seca.
Ni que decir tiene que mi entusiasmo por el desenlace corre parejas con la alegría que supone —oídos tantos desmanes como se cometen a menudo con tan noble estirpe de cánidos— poder proclamar que en esta ocasión “el hombre reaccionó como excelente amigo del perro”.



            *colesterólicos.- amigos del cerdo ahumado y otras sutilezas embuchadas, obligados por su cardiólogo a caminar una hora diaria de por vida.